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Jesús Laínz

La farsa británica

Cada día cuesta más tomarse en serio las cosas de la política. Pero no sólo en nuestra sufrida España, pues en todas partes cuecen habas.

Cada día cuesta más tomarse en serio las cosas de la política. Pero no sólo en nuestra sufrida España, pues en todas partes cuecen habas.
David Cameron | EFE

Cada día cuesta más tomarse en serio las cosas de la política. Pero no sólo en nuestra sufrida España, pues en todas partes cuecen habas.

A los escoceses, por ejemplo, les amenazaron con pestes, piojos, moscas, granizos y langostas como se les ocurriese votar a favor de la secesión del Reino Unido, ya que implicaría su expulsión a las tinieblas exteriores de la UE. Y ahora, dos años después, son los ciudadanos británicos en conjunto los que se largan. Al norte del Muro de Adriano se alzan voces que pretenden fragmentar geográficamente el voto para repetir el referendo de secesión con la excusa de que Escocia ha votado a favor de la permanencia en la UE. Pero si hace dos años los escoceses decidieron seguir formando parte del Reino Unido, no se comprende fácilmente a qué viene ahora no aceptar las decisiones del conjunto de dicho Reino Unido. Además, si las decisiones pueden fragmentarse por zonas, ¿estarían legitimados los londinenses, que también han votado por la permanencia, para separarse del Reino Unido? Tendría gracia. Y con mayor legitimidad democrática, por cierto, pues los londinenses partidarios de la permanencia han sido 600.000 más que los escoceses.

Pero no termina aquí la fragmentación territorial, pues otro de los argumentos de los enfadados con el resultado consiste en que las zonas en las que ha ganado el voto anti-UE han sido las rurales y las ciudades pequeñas, caracterizadas, además, por su menor porcentaje de ciudadanos de origen foráneo.

A ello hay que añadir la fragmentación por edad, pues el porcentaje de voto anti-UE ha ascendido en paralelo con los años: mientras que sólo un 39% de los mayores de sesenta y cinco votó por la permanencia, entre los menores de treinta y cuatro ascendió hasta al 62%, y entre los menores de veinticuatro, hasta el 73%. Muchos jóvenes protestan por lo que perciben como una imposición de los abuelos a los nietos de unas condiciones de vida que afectarán mucho más, lógicamente, a éstos que a aquéllos. Sin embargo, el porcentaje de votantes jóvenes ha sido notablemente menor que el de personas maduras, por lo que no parece que los mayores hayan castrado el futuro de los jóvenes, sino más bien que éstos no se han molestado demasiado en opinar sobre su futuro.

En cualquier caso, de todo ello se está sacando la simpática y escasamente democrática deducción de que el voto de las personas de cierta edad, británicas de origen, habitantes del campo y de ciudades pequeñas, es de peor calidad que el de los jóvenes, los urbanitas y los de origen extranjero, al parecer más cultos, sabios, tolerantes y modernos. Pero ¿no habíamos quedado en que la democracia se basa en el principio "un hombre, un voto"? Si el sufragio universal consiste en que todos los votos valen lo mismo y que hay que limitarse a contarlos, ¿a qué viene ahora querer pesarlos?

A ello están ayudando las opiniones de algunos intelectuales, de ésos que se suelen llamar "progresistas", santamente indignados con el veredicto de las urnas. El conocido historiador Paul Preston, por ejemplo, ha cargado nada menos que contra "la plebe, la gran mayoría" debido a que "no lee prensa seria". Además, considera que el pueblo no debe decidir ciertas cosas, ya que "la UE es un asunto demasiado complejo para decidirlo en un referéndum". Aparte de que el argumento de la complejidad de las decisiones podría servir para cualquier otra votación, lo más divertido de todo es lo aristocráticos que se ponen algunos cuando el pueblo no vota lo que a ellos les gusta. Cuando los resultados de las urnas son los políticamente correctos, ha sido una fiesta de la democracia y la opinión de la mitad más uno es infalible. Pero si son incorrectos, el sabio pueblo, de repente, se convierte en plebe imbécil.

En la misma línea, el periodista John Carlin se ha quejado de que sus compatriotas "no tienen ni puta idea de lo que han votado, no ven la BBC ni leen periódicos serios. Jamás deberíamos haber llegado a las urnas". Carlin ha aclarado, sin embargo, que no se opone a los referendos "que obedecen a un genuino clamor popular, como los de la independencia de Escocia o Cataluña". Interesante reflexión: en primer lugar, porque debe de ser que en el Reino Unido no ha habido clamor popular alguno contra la UE; en segundo, porque el clamor popular escocés por la secesión acabó, curiosamente, en rechazo a la secesión; y en tercero, porque debe de ser que escoceses y catalanes sí tendrían puta idea de las consecuencias políticas, económicas, jurídicas, diplomáticas, familiares, militares e internacionales, de hondísimo efecto y larguísimo recorrido, de un referendo de secesión.

Así las cosas, parece que han empezado a moverse fichas para que lo decidido por los británicos acabe en la papelera. Porque cuando lo votado por el pueblo no coincide con lo previamente decidido, hay mil maneras de reorientarlo, reinterpretarlo, reformarlo o directamente anularlo, empezando por la más sencilla: repetirlo hasta que parezca que el pueblo decide lo que ya estaba decidido por otros. Ya sucedió con el referendo en el que los daneses rechazaron el Tratado de Maastricht en 1992, referendo que, tras la oportuna campaña de concienciación, fue repetido el año siguiente con el resultado contrario; y con el referendo en el que los irlandeses rechazaron en 2001 el Tratado de Niza, referendo que fue repetido un año más tarde también con el resultado deseado por los gobernantes. Evidentemente, una vez conseguido el resultado previsto, se acabó el votar.

Pero la farsa tiene mil protagonistas, que se reparten por igual entre ambas opciones. Porque uno de los principales argumentos de Boris Johnson y los suyos fue que con la salida de la UE el Reino Unido se ahorraría cada semana 430 millones de euros que podrían ser destinados al Servicio Nacional de Salud. Y a la mañana siguiente de la votación, el locuaz Nigel Farage admitió balbuciente ante las cámaras de televisión que el argumento no era cierto y que había sido un error asumir ese compromiso.

Y lo que nos queda por ver, pues la función no ha hecho más que comenzar.

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