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Jesús Laínz

Superchería de género

Como el progresismo consiste en dar la espalda a la razón, a los hechos y a la naturaleza, no son pocos los espectáculos maravillosos que nos quedan por contemplar.

Como el progresismo consiste en dar la espalda a la razón, a los hechos y a la naturaleza, no son pocos los espectáculos maravillosos que nos quedan por contemplar.
Twitter: @ChrysallisEH

Al parecer, Noruega es el país del mundo con más de eso que llaman igualdad de género. No es extraño, pues hace ya un par de décadas saltó a la prensa la por entonces sorprendente noticia –hoy ya no lo sería– de que autorizados progresistas de aquel país habían proclamado que orinar de pie es humillante para las mujeres por verse obligadas a hacerlo sentadas. Y así fue cómo empezó a estudiarse la posibilidad de obligar a los varones a hacer lo mismo. ¡De los vikingos a esto! O tempora, o mores.

Los años han ido pasando y la Humanidad sigue avanzando a grandes zancadas hacia la luminosa utopía progresista que la espera al final del arco iris. Y como el progresismo consiste en dar la espalda a la razón, a los hechos y a la naturaleza, no son pocos los espectáculos maravillosos que nos quedan por contemplar.

Ahora estamos entretenidos con lo de las niñas con pilila y los niños sin ella, novísimo dogma de fe que es conveniente acatar con religiosa unción para evitar toparse con la Santa Inquisición de la Corrección Política. Porque –nunca se olvide– dentro de cada progre hay un totalitario agazapado.

Pero regresemos a Noruega, la patria de Grieg, Ibsen, Hamsun y Amundsen. O tempora, o mores.

Porque su medalla de oro en disciplinas igualitarias se cuantifica, sobre todo, a partir del porcentaje de mujeres en cualquier campo laboral. Sin embargo, tan igualitaria medalla no reluce tanto como pudiera parecer a primera vista, pues la tan ansiada igualdad no se da por igual, valga la redundancia, en todas las profesiones. Por ejemplo, hay muy pocas mujeres en la construcción, así como entre ingenieros y otras ramas técnicas, mientras que muy pocos hombres se inclinan por el ejercicio de la enfermería. La explicación que dan los propios protagonistas es que a los hombres les van mayoritariamente los trabajos técnicos y a las mujeres aquellos en los que hay trato con personas. Por eso es más fácil encontrar hombres en los laboratorios que en las habitaciones de los hospitales, mientras que con las mujeres sucede lo contrario.

Otro detalle importante es que las estadísticas demuestran que esta división de sexos en los trabajos no ha cambiado en medio siglo a pesar de las mil y una campañas de igualización realizadas, como se explicó en un interesante documental emitido por una cadena noruega hace un par de años. Interrogados sobre este tema los profesionales de la igualdad de género –que de todo tiene que haber en la viña del Señor–, se empeñaban en que las diferencias no existen y en que las investigaciones científicas sobre las diferencias corporales e intelectuales entre el hombre y la mujer no tienen ningún valor.

Lo máximo que estuvieron dispuestos a aceptar estos altaneros profesionales de la igualdad es que, salvo en lo genital y en ciertas características corporales, los hombres y las mujeres son iguales en todo: sentimientos, emociones, intereses, inteligencia y capacidades. Y no cabe discusión. Si después los hombres y las mujeres se diferencian tan claramente en sus intereses intelectuales y laborales es debido a la educación y al ambiente, que les obligan a adoptar los papeles predeterminados para cada sexo. Si los niños y las niñas recibiesen exactamente los mismos estímulos desde pequeñitos, incluido el color de su ropa, tendrían exactamente la misma personalidad y los mismos intereses. Y a los estudios que obtenían resultados que no encajaban en el dogma igualitario los despachaban con gesto impaciente por mediocres o excesivamente especulativos.

Pero los autores del documental, insatisfechos con los dogmas proclamados por los sacerdotes igualitarios, cruzaron el Atlántico para entrevistar a los autores estadounidenses de un estudio realizado sobre este mismo asunto a cientos de miles de personas de cincuenta y tres países de todos los continentes. Y resultó que, a pesar de las inmensas diferencias culturales, religiosas, étnicas, sociales, familiares y económicas de los entrevistados, dicho estudio demostró que las materias que interesan a hombres y mujeres siguen siendo las mismas en cualquier parte del planeta, lo que demuestra que la cultura tiene bastante menos influencia que la biología. O sea, que las diferencias básicas no se adquieren, son innatas.

Experimento final: se fueron con sus cámaras y micrófonos al área de psicología infantil de un hospital de Oslo para observar las reacciones de bebés que, debido a su edad, eran completamente ajenos a cualquier posible influencia cultural, educativa y ambiental. En el suelo, juguetes de todo tipo. Soltaron a bebés de nueve meses, que fueron gateando entre los objetos. Las imágenes no engañan: los niños se sintieron atraídos mayoritariamente por los juguetes que se suponen que son para niños y las niñas por los de niñas.

Conclusión: los seres humanos nacemos con una clara disposición biológica y de comportamiento según nuestro sexo. Desquiciada época ésta en la que las ideologías, en concreto el asfixiante igualitarismo, hacen necesaria la elaboración de complicados estudios para constatar lo obvio. O tempora, o mores…

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