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Joan Valls

The Wire sí o sí

The Wire tiene una virtud especial: expone sin tapujos y sin juicios morales las conexiones entre la presunta legalidad y el mundo del crimen, hasta llegar a ese punto en el que, más que encontrarse, se retroalimentan, se confunden y se mimetizan.

Hace unas semanas, un conocido búlgaro me dijo que no soportaba Los hombres pacos (sic). Se quejaba el hombre de las series españolas, de sus guiones pésimos, de sus sobreactuaciones hasta la náusea y también de las pocas ambiciones por crear productos audiovisuales dignos de ser consumidos por un público internacional. Me dijo que las series de su país son igual de malas, pero que el caso español es más grave, porque no se aprovecha la ventaja del idioma español para abrir mercados.

A estas alturas de la serie, esperar que algún producto audiovisual español aspire a estimular el intelecto de la audiencia es como soñar con la jubilación de Manuel Fraga. Por eso, como sucede con nuestra colonia desde hace al menos dos siglos, para respirar es necesario embarcarse o que lo embarquen a uno. En este caso, rumbo a Baltimore City, Maryland, en la federación obamita. Lejos de los hombres pacos, un genio llamado David Simon creó en 2002 The Wire. La serie consta de cinco temporadas, con doce episodios cada una. Se trata de una obra maestra absoluta de la televisión. El guión está elaborado a partir de testimonios de profesionales del periodismo, la política, el crimen y la policía de Baltimore. Las actuaciones son asombrosas y la complejidad de los protagonistas, muchos de ellos afroamericanos, rompe el tradicional simplismo de los personajes al que nos tenían mal acostumbrados. Todo en The Wire es impresionante: la música, los diálogos, los silencios, la trama.

Pero The Wire tiene una virtud especial, obviamente no buscada por Simon ad hoc para nuestra olvidada colonia, que la hace muy valiosa para la audiencia española: expone sin tapujos y sin juicios morales las conexiones entre la presunta legalidad y el mundo del crimen, hasta llegar a ese punto en el que, más que encontrarse, se retroalimentan, se confunden y se mimetizan. Sí, la mejor ficción es la que no existe.

Sesenta horas garantizadas de estímulo intelectual y de ansiedad enfermiza por conocer las evoluciones de esa España con acento gringo. Eso sí, juicio sumarísimo y fusilamiento al amanecer a quien no la vea en versión original subtitulada.

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