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Jonathan S. Tobin

¿Puede Israel resolver los problemas económicos de África?

Los esfuerzos del Estado judío por afrontar este irresoluble problema se han convertido en otra arma con la que los antisionistas intentan deslegitimizarlo.

Los esfuerzos del Estado judío por afrontar este irresoluble problema se han convertido en otra arma con la que los antisionistas intentan deslegitimizarlo.

Estos días, uno de los principales temas de conversación de quienes atacan a Israel es el trato a los inmigrantes africanos que han entrado ilegalmente en el Estado judío. Cerca de 60.000 de ellos, la mayoría procedentes de Sudán o de Eritrea y sin lazo alguno con el país ni con sus gentes, han llegado a Israel en los últimos años. Para una nación de sólo siete millones de habitantes que viven en un país del tamaño de Nueva Jersey, eso equivale a que unos 2,7 millones de inmigrantes ilegales aparecieran en el Estado Jardín. Así, un grupo de ese tamaño, que se presenta sin haber sido invitado, supone un enorme problema para cualquier país, incluso para uno cuya identidad está basada en la inmigración, como Israel.

Pero, en vez de suscitar simpatía o, tal vez, una mano amiga por parte de la comunidad internacional -que seguramente tiene más responsabilidad que Israel en la difícil situación de las gentes del Cuerno de África-, los esfuerzos del Estado judío por afrontar este irresoluble problema se han convertido en otra arma con la que los antisionistas intentan deslegitimizarlo. Algo así es hipocresía de marca mayor, y la desmedida atención brindada a estos africanos por la prensa occidental -como en el artículo publicado el martes por el New York Times- en un mundo en el que podemos ver a decenas de millones de refugiados y de emigrantes económicos ilustra una vez más el doble rasero con el que se juzga a Israel por cualquier cuestión imaginable.

Hay que admitir que no todo el mundo en Israel se ha comportado como es debido con los inmigrantes. Rabia, insultos y amenazas de habitantes de zonas en las que se han concentrado los inmigrantes, así como algunos agitadores políticos, no han contribuido a mejorar la reputación del país. La difícil situación de una gente atrapada en un limbo sin estatus legal, sin ningún otro lugar al que ir, debería suscitar las simpatías de cualquier persona decente. Pero la idea de que, de alguna forma, Israel tiene la responsabilidad de ocuparse del impacto de la penuria en el Cuerno de África, no es una postura defendible ni razonable.

Si esa cantidad de gente apareciera en cualquier otro país del mundo, especialmente en cualquiera de los demás Estados de Oriente Medio, gobernados por diversas clases de tiranos, no hace falta tener mucha imaginación para hacerse una idea de la clase de trato que recibiría. Pero en el democrático Israel, donde los valores religiosos judíos relativos a acoger al extraño forman parte de la cultura, estos recién llegados africanos se han librado de la clase de abusos que habrían sufrido en cualquier otro lugar de la región. En realidad, eso, y el hecho de que Israel disfruta de una próspera economía del Primer Mundo, son los únicos motivos por los que tantos han intentado entrar en Israel en busca de trabajo. Si sólo fueran unos pocos, podría muy bien habérseles permitido quedarse; pero cuando su número alcanzó las decenas de miles, con muchos de ellos trabajando de forma ilegal y algunos cometiendo delitos, eso dejó de ser una opción. Como la deportación a sus países de origen tendría duras consecuencias para los inmigrantes, y nadie más los quiere, Israel se encuentra atrapado con ellos hasta que aparezca alguien con una solución.

Para los que odian a Israel, los sentimientos aislados de algunos israelíes de vecindarios del sur de Tel Aviv, que se encontraron albergando a miles de inmigrantes desesperados y padeciendo, como consecuencia normal, un aumento de la criminalidad, son una prueba de que el racismo es la conducta habitual en el Estado. Pero cualquiera que sepa algo de la historia de Israel sabe que eso es absurdo; Israel ha absorbido a decenas de miles de judíos negros de Etiopía en los últimos treinta años. Pese a que el proceso de absorción no ha sido perfecto ni ha estado exento de incidentes, ahora integran el tejido del país, sirven en el Ejército e incluso forman parte de la Knéset.

Pero, ¿en virtud de qué distorsionado sentido de la moral debe considerarse a Israel especialmente culpable por tratar a gente que cruza su frontera ilegalmente como a alguien que ha cometido un delito y que, por tanto, está sujeto a detención? Incluso si se simpatiza hondamente con los inmigrantes, como muchos israelíes hacen, ¿hay en el mundo alguna nación soberana que no se sienta con derecho a controlar sus fronteras, especialmente cuando las mismas tienen que ser defendidas de terroristas y de potencias hostiles? Quienes protestan por el trato de Israel a estas personas, a muchas de las cuales se las mantiene en centros de internamiento abiertos, ¿creen que otras democracias, como Estados Unidos, acaso las tratarían mejor? En semejantes circunstancias, ¿cómo puede cualquier persona razonable criticar el compromiso del primer ministro Netanyahu de defender las fronteras de su país y aplicar sus leyes?

Muchos de los inmigrantes alegan que, más que trabajo, buscan asilo político, pero, en el caso de la mayoría de ellos, eso es claramente falso, como sugiere su comportamiento. Si los occidentales quieren ayudarlos, son libres de acogerlos en sus respectivos países. En caso contrario, Israel merece recibir algo de ayuda constructiva -por ejemplo, una iniciativa diplomática internacional que obligara a Sudán y a Eritrea a garantizar la seguridad de los inmigrantes en su retorno a casa-, o, si no, que se le permita ocuparse de la cuestión lo mejor que pueda. Hasta que hagan una de esas dos cosas o se presenten con una solución que no suponga que Israel se vea obligado a aceptar a refugiados económicos como inmigrantes legales de una forma que ninguna otra nación del mundo consideraría siquiera, los críticos occidentales deberían cerrar el pico.

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