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Jonathan S. Tobin

¿Reabrir el caso Lockerbie?

Mientras llevarse bien con Irán sea una de las prioridades diplomáticas de Estados Unidos, lo más probable es que la verdad sobre Lockerbie sea ignorada.

Mientras llevarse bien con Irán sea una de las prioridades diplomáticas de Estados Unidos, lo más probable es que la verdad sobre Lockerbie sea ignorada.

¿Podría haber una semana peor para que surgieran nuevas revelaciones sobre la tragedia de Lockerbie de 1988? El informe que sostiene que el culpable de aquella atrocidad fue Irán y no Libia debería despertar el asombro de todo el mundo. Pero, a pesar de los persuasivos argumentos a favor de esta teoría, no esperemos que ni Estados Unidos ni ningún otro país occidental sigan las nuevas pruebas y reabran el caso. Con los estadounidenses y sus aliados europeos ansiosos por alcanzar un nuevo acuerdo nuclear con Teherán que les permita levantar las sanciones sobre el régimen islamista, cualquier discusión sobre la verdadera naturaleza del interlocutor diplomático de la Administración no resulta oportuna, por decirlo suavemente. Si Washington no está interesado en sacar conclusiones sobre a Irán a partir de la captura, la semana pasada, de un barco cargado de armas destinadas a la Gaza gobernada por los terroristas, y tampoco en base a la última amenaza de su Guardia Revolucionaria respecto a destruir Israel, pronunciada anteayer mismo, ¿por qué iba a pensarse que la Administración Obama estaría dispuesta a reconsiderar sus conclusiones sobre un crimen que se consideraba resuelto hace ya tiempo?

Para ser justos con la Administración, ha pasado mucho tiempo desde que el vuelo 103 de Pan Am fuera derribado sobre Lockerbie (Escocia), lo que se cobró las vidas de 259 miembros del pasaje y de la tripulación y de 11 personas que estaban en tierra. Estados Unidos y Occidente invirtieron muchas energías en demostrar que los responsables fueron agentes del régimen del libio Gadafi. Los libios eran reconocidos promotores del terrorismo y tenían un interés personal contra Estados Unidos en aquél momento. Tras la condena de un agente de la inteligencia libia por aquellos crímenes, se invirtió aún más esfuerzo en tratar de persuadir, en vano, a un tribunal escocés para que no lo dejara regresar a Libia, donde, finalmente, murió de cáncer. ¿Por qué iba a reconocer alguien del Gobierno estadounidense que habían estado equivocados todos estos años? Los norteamericanos tampoco se iban a dejar convencer para reconsiderar sus conclusiones sobre el caso, mantenidas durante mucho tiempo, por una investigación llevada a cabo por una cadena informativa como Al Yazira, cuyo antiamericanismo es de sobra conocido, por muy meticulosa que ésta fuera.

Pero, como sostiene convincentemente David Horovitz en el Times of Israel, el informe de Al Yazira se basa en información del mismo desertor iraní que testificó sobre el atentado de la AMIA en Buenos Aires en 1994, en el que murieron 85 personas. Pese a que aún está por desvelarse toda la verdad sobre Lockerbie, Horovitz tiene razón cuando indica que si aceptamos la palabra del exagente de la inteligencia iraní Abolgasem Mesbahi sobre la trama terrorista iraní en Sudamérica, entonces no hay motivos para rechazar sus detalladas afirmaciones sobre Lockerbie. Las piezas encajan aquí demasiado bien como para que nos limitemos a encogernos de hombros y a seguir adelante.

Pero el problema no es la credibilidad de Mesbahi; ni siquiera lo es el bochorno que causaría en Washington y en Londres un descubrimiento que echaría por tierra el trabajo previo de la inteligencia occidental sobre Lockerbie. Más bien lo es el hecho de que el desertor está señalando a un Gobierno al que Occidente actualmente ansía rehabilitar.

Estados Unidos y sus aliados europeos están profundamente imbuidos de la idea de que la victoria de Hasán Ruhaní en las falsas elecciones del año pasado supuso un verdadero cambio en la cultura política del país. Justificar un débil acuerdo nuclear provisional que garantizaba a Irán una significativa reducción de las sanciones y un reconocimiento tácito de su derecho a enriquecer uranio fue posible no sólo gracias a los argumentos sobre el supuesto deseo iraní de un nuevo comienzo con Occidente, sino a la determinación de la Administración en apartarse de enfrentamientos con Teherán a toda costa.

El presidente Obama está tan preocupado por no herir los delicados sentimientos del Gobierno antisemita de Teherán que está dispuesto a vetar una nueva legislación sobre las sanciones, la cual habría reforzado su posición en las conversaciones. Esta política es bastante difícil de justificar en vista del sostenido apoyo de Irán al terrorismo, de sus amenazas genocidas contra Israel (que hacen que su posesión de armas nucleares sea algo más que un teórico problema de seguridad), y de su largo historial de engaños diplomáticos. Lo último que quieren el presidente y el secretario de Estado Kerry es que se desentierre el caso Lockerbie y que el régimen (muchos de cuyos principales líderes formaban parte del aparato de seguridad en aquella época) sea acusado del asesinato en masa de norteamericanos inocentes.

Así pues, no esperemos que nadie en Washington se tome en serio las nuevas pruebas sobre el caso Lockerbie; ni siquiera que se diga de boquilla algo sobre reabrir el caso. Horovitz tiene razón al decir que el informe de Al Yazira debería justificar una nueva investigación que no temiera seguir las pruebas hasta llegar a los culpables. Pero mientras llevarse bien con Irán sea una de las prioridades diplomáticas de Estados Unidos, lo más probable es que la verdad sobre Lockerbie sea ignorada.

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