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Jorge Alcalde

Un mundo científico

Si a lo largo de la reciente historia ha habido un vector de globalización por excelencia, una forma de pensamiento que ha superado las fronteras territoriales y políticas, una ideología anacionalista, ése ha sido el conocimiento científico. La constante gravitatoria es la misma para un talibán, para un ejecutivo londinense y para un aldeano de los montes Rwenzori: todos se pegan el mismo trompazo si se dejan caer de la silla.

Esto que parece absurda obviedad ha de ser recordado a menudo, sobre todo cuando se trata de analizar algunos de los aspectos más candentes de la actualidad científica. Lo acaba de hacer brillantemente, por ejemplo, el profesor de Ciencia de la Cognición Rafael Núñez.

El editor del libro de referencia en su disciplina, Reclaiming cognition: The primacy of action, intention and emotion, asegura que nunca ha estado tan debilitado el concepto de nación como en estos albores del siglo XXI. Al menos, dice él, si se quiere observar el mundo con los ojos de un científico. "Las naciones —comenta— han sido la base para enfrentarse a la mayoría de las grandes cuestiones internacionales del pasado, pero ya han dejado de servir como unidades de análisis apropiadas para estudiar el mundo contemporáneo y sus problemas". Nuñez no está pensando sólo en la globalización tecnológica y económica cuando realiza tales afirmaciones sino que quiere transmitir la idea de que el estudio aséptico y científico de la realidad contemporánea exige, sin duda, interpretar que el mundo entero es un gran laboratorio, una gigantesca placa portaobjetos sobre la que puede aplicarse el microscopio.

Pongamos algunos ejemplos. La gestión de los recursos naturales ya no pertenece al dominio de los Estados. Conservar y administrar el hielo antártico (NASA), calcular el grado de deterioro de las grandes masas boscosas, afrontar la escasez de bancos de peces... son tareas en las que la soberanía territorial se difumina. Los grandes problemas ambientales, además, exigen enfoques supranacionales (IPCC). Podemos discutir mucho sobre si un país tiene derecho o no a emitir tantas unidades de dióxido de carbono a la atmósfera cuantas le plazca, pero el globo sonda del científico medirá por igual el deterioro de la capa de ozono a uno y a otro lado de su frontera.

Ni siquiera una cuestión tan individual como la enfermedad misma, que ataca uno por uno a los individuos en su personal e intransferible salud escapa a este enfoque transnacional. Las nuevas epidemias (el SIDA a la cabeza) y los virus y bacterias de reciente aparición (como las virulentas nuevas cepas de la tuberculosis se extienden de país en país obviando la fútil oposición de las aduanas. Las naciones no son soberanas siquiera para declarar erradicada una enfermedad en su territorio. Tal es el caso de la polio (PDF), un mal que en países como España y Estados Unidos sólo se contrae a través de casos de reacción adversa a la vacuna que se inocula obligatoriamente a todos los niños. Parecería lógico retirar tal vacunación del calendario sanitario, pero la permeabilidad de las fronteras exige seguir previniendo posibles contaminaciones externas.

En ocasiones, las legislaciones nacionales se muestran incapaces de detener el avance de fenómenos científicos que plantean serias dudas éticas. Una empresa puede vender células madre extraídas de embriones a quien le pague con solvencia, sin reparar en su nacionalidad ni en el estado legal de este tipo de investigaciones en el país de quien las solicita. En este sentido, la más que probable marcha de España del investigador Bernat Soria, que utiliza células embrionarias para combatir la diabetes, no deja de ser un paradójico efecto de la incompatibilidad entre la globalidad del pensamiento científico y las restricciones legales del orden basado en las naciones.

Nada impedirá al profesor Soria seguir usando embriones humanos sea cual fuere el calado moral de tal acto. Lo hará en Elche o en Massachussetts. Para quienes este uso es un inadmisible atentado contra futuribles de hombre, la legislación nacional no habrá servido de nada. Los que defienden la legitimidad de estos experimentos verán también en las leyes un absurdo intento de ponerle puertas al campo. En este caso, como en otro muchos, el enfoque territorial de los asuntos científicos no ha servido para resolver el problema. Como tampoco lo ha hecho a la hora de afrontar el dilema sobre los derechos de propiedad intelectual de los productos distribuidos por Internet.

Todas las legislaciones nacionales, todo el poder de lobby de las Sociedades de Autores y todo el empeño de las empresas se vuelve insignificante ante el empuje de la tecnología. Entre los tres sistemas llamados FastTrak para la descarga de archivos compartidos (kazaa, grokster y morpheus) ya se han alcanzado los 100 millones de copias. Algunos dirán que son 100 millones de pirateos informáticos, realizados con la simplicidad de un clic de ratón y desde el confortable anonimato del sillón de casa. Pero lo cierto es que ningún intento de regular/controlar esta práctica que ya sigue uno de cada tres internautas ha tenido éxito. La tecnología p2p (o peer to peer) que permite a dos usuarios compartir el contenido de sus ordenadores avanza años luz por delante de las legislaciones nacionales. Cuando las empresas discográficas consiguieron una regulación de estos sistemas mediante demandas judiciales contra los servidores que ofrecían canciones, textos o programas informáticos copiados, los usuarios ya llevaban meses utilizando "tecnologías de enjambre" como la famosa eDonkey que reparten el trabajo de descarga entre todos los usuarios conectados en cada momento. No existe servidor matriz y, sin servidor, no hay ente jurídico al que se pueda acusar de pirateo.

La memoria de la red, la inmensa cantidad de recursos alojados en Internet, es un bien de uso supranacional para cuyo conocimiento no sirve el enfoque reducido de las leyes territoriales. Vamos contentos con nuestros euros en el bolsillo, orgullosos de formar parte de la revolución globalizante que supone la aventura comunitaria europea, sin darnos cuenta de que eso mismo (aunar esfuerzos más allá de las fronteras) lo llevan haciendo los científicos y los tecnólogos toda la vida.

Este artículo se publica en la Revista del fin de semana de Libertad Digital. Si quiere leer más, pulse AQUÍ

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