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Jorge Vilches

El europeísmo introvertido

No ha sido el soft power europeo, esa supuesta influencia moral que hace cambiar el mundo, lo que ha permitido que hubiera urnas en Afganistán

Las declaraciones de Maragall apropiándose de las detenciones de los etarras son, además de una deslealtad a la democracia, la prueba de que hay un modelo de eliminación del terrorismo que está profundamente equivocado y trasnochado. Es el modelo del europeísmo introvertido, que, volcado hacia dentro, tiene como prioridad la construcción institucional de la UE, y deja la política exterior y de defensa para la ONU y la OTAN.
 
El europeísmo introvertido está convencido de que la Pax Europea consiste en extender la integración en la UE, la donación del 0,7% del PIB y la retórica de lo bueno. Este es el camino que marca, por ejemplo, Loukas Tsoukalis en su ensayo ¿Qué Europa queremos?, siguiendo, según él mismo indica, la tradición socialdemócrata. Sí, es loable; pero no es posible pretender que el reto político europeo sea exclusivamente el logro de una mayor democracia institucional, sin tener una proyección exterior única y fiable.
 
De ahí que el europeísta introvertido no sepa sacar las consecuencias de la celebración de elecciones democráticas en Afganistán que, con todas sus limitaciones de primerizos y en un país parcialmente en guerra son, sin duda, un ejemplo para el mundo árabe e islámico y, también, para Irak. No ha sido el soft power europeo, esa supuesta influencia moral que hace cambiar el mundo, lo que ha permitido que hubiera urnas en Afganistán. El papel de EE.UU. en la introducción de una primitiva democracia en la sociedad afgana tendrá que ser reconocido algún día.
 
El europeísmo introvertido tampoco ha digerido que una nación anglosajona como Australia se haya mostrado firme ante el terrorismo, y fiel a sus compromisos internacionales. La victoria electoral del conservador Howard frente al zapaterismo del partido laborista, que había prometido la vuelta por Navidad de sus 850 militares instalados en Irak, es decir, poco antes de las elecciones iraquíes, ha suscitado el silencio del coro antiamericano del europeísmo introvertido. Y no hay que olvidar que los australianos han sufrido también el terrorismo islamista.
 
De esta manera, líderes europeos como Chirac o Schröder lamentan los atentados en el Sinaí y París, pero no suscitan una política exterior común creíble. Ni parece inteligente que Moratinos, en plena campaña israelí en Gaza, con sus Días de Penitencia y el Mossad en guerra contra Al Qaeda, diga que la UE va a desarrollar, al margen del Cuarteto, un plan de acción para el establecimiento del Estado palestino. ¿Y quién va a llevar a cabo esa "acción", que deberá contar con fuerzas militares de apoyo?
 
La crítica al liderazgo militar de EEUU, a su unilateralismo, no tiene como consecuencia el desbloqueo del proyecto de defensa europeo. Y se nos intenta convencer de que la eurorretórica de lo bueno va a hacer que el terrorismo islamista reconozca que se ha equivocado, o que piense que el enemigo es solamente Bush. Por esto no sorprende que haya todavía mandatarios europeos, aunque sean regionales como Maragall, que crean que la lucha contra el terrorismo es una cuestión de partido, de gestos y palabras, no de la democracia contra el totalitarismo. Como tampoco sorprende que el presidente Zapatero tardara dos días en corregirle. Será cuestión de talante.

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