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Jorge Vilches

La alianza de vacilaciones

Su objetivo no es responder a la guerra de Irak, sino convertir a la humanidad al Islam. Los enemigos del yihadismo son los apóstatas, los traidores y los infieles

¿Por qué la izquierda se ufana en repetir que los atentados terroristas en Madrid y Londres son una respuesta a la guerra de Irak? Políticos y medios de comunicación progresistas insisten en relacionar el ataque contra Sadam Husein con las masacres en las capitales europeas. Es la contestación a la foto de las Azores, dicen, pero los atentados se producen en países árabes y occidentales que estuvieron contra aquella guerra, incluso antes de que tuviera lugar. La insistencia del progresismo occidental se debe a que esta interpretación es válida para criticar al adversario político, y responsabilizarle, al menos de forma indirecta, de los atentados.
 
La banalización del análisis es evidente, ya que se trata de una amenaza global y mucho más profunda. La raíz se halla en un pensamiento totalitario, similar a los que padecimos en el siglo XX, que no se resuelve con una dosis demagógica de “alianza de civilizaciones”. El islamismo integrista es una conciencia asentada desde siglos, resucitada por el egipcio Sayyid Qutb a principios del XX, y alimentada por el wahhabismo y los imames desperdigados por Occidente. Este sentimiento no se puede eliminar, pero sí disminuir los efectos perversos de su traducción terrorista.
 
Los atentados que se vienen produciendo en Occidente y en el mundo árabe y musulmán desde, al menos, el 11 de septiembre de 2001 responden a una ofensiva bélica. Su objetivo no es responder a la guerra de Irak, sino convertir a la humanidad al Islam. Los enemigos del yihadismo son los apóstatas, los traidores y los infieles; es decir, los musulmanes que no viven bajo la sharia, los irreligiosos y los fieles de otras comuniones. En su fanatismo, la vida humana, incluida la propia, es un valor secundario. Sólo desde la comprensión del fin último de este totalitarismo del siglo XXI se le puede hacer frente.
 
La ofensiva yihadista supone que estamos en guerra y, como tal, desgraciadamente, lo peor está por venir. La declaración de guerra se produjo tras la primera guerra del Golfo, en 1991, y el 11-S, el atentado de Bali, Afganistán, Irak, y las masacres de Madrid y Londres no han sido más que episodios de la misma. Este enfrentamiento tiene un escenario mundial, en el que cualquier lugar –transporte público, centro comercial, central nuclear, organismo oficial,…– o persona –político, intelectual, director de cine, periodista,…– es un objetivo. Las ventajas de los yihadistas, además, son que han tomado conciencia del conflicto mucho antes, y que el multiculturalismo indiscriminado de nuestras sociedades abiertas ha permitido la creación de una “quinta columna” de muyahidines.
 
La respuesta de Occidente ha de ser, por tanto, interior, para controlar a estos quintacolumnistas, y exterior, para cortar vías de financiación, armamento y reclutamiento. El occidente democrático no puede actuar en esta guerra como una ONG, o la Cruz Roja. La “alianza de civilizaciones”, demagógica y vacía, no deja de ser un decálogo de buenas intenciones. Pero es que, además, su puesta en práctica no haría sino potenciar el terrorismo en aquellos países árabes o musulmanes no totalitarios que colaboraran con Occidente.
 
Una campaña contra el hambre y las desigualdes no tiene nada que ver con el problema del terrorismo. Enfrentarse al terror globalizado y tecnificado de Al-Qaeda desde el punto de vista marxista leninista de la lucha de clases y la fase superior del imperalismo, en una especie de nuevo enfrentamiento entre ricos y pobres, es hacer el ridículo internacional y fortalecer a los terroristas. Y moverse sin una determinación decidida contra el origen y las consecuencias del problema, es la vacilación que beneficia al enemigo.

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