Llama la atención que entre las medidas del gobierno para mejorar la economía no exista un plan para obstaculizar la corrupción, especialmente en la administración local. Los estudios sociológicos y económicos de las últimas décadas señalan que el nivel de corrupción marca la calidad de la gobernanza, y que de ésta depende en buena medida la marcha económica de un país. Basta con hacer una lista de los países de la Unión Europa intervenidos o al borde la intervención –Grecia, Italia, Portugal y España– y compararla con la de las administraciones más corruptas. El mismo resultado tendríamos si hiciéramos la comparación entre las comunidades autónomas españolas.
La clave de la corrupción, y por tanto del mal gobierno y de la profundidad de la crisis, está en la existencia de administraciones invadidas por empleados que deben su puesto a la política. En España, el partido que gana unas elecciones puede nombrar multitud de cargos y asesores que no pasan filtro alguno, salvo el de la lealtad. A la vez, se teje una red clientelar con empresas y aventureros de las finanzas que conciben la política y al político como instrumentos para el negocio.
La consecuencia es que en muchos pueblos y ciudades la situación económica de mucha gente depende de que un partido gane las elecciones. No se trata sólo de que sea un voto cautivo, sino de que ese entramado de políticos, malos empresarios, aventureros y gente común es más propenso a aceptar o a solicitar sobornos, a corromperse, en definitiva, que los empleados públicos con contrato estable. El objetivo es enriquecerse o mejorar económicamente aprovechando el contacto o la presencia de los nuestros en la administración.
Por otro lado, la función pública, esa que hace que las instituciones funcionen, se debilita internamente porque se desvalorizan el trabajo, el acceso al cargo y los objetivos profesionales, al tiempo que, en una mezcla de ignorancia y partidismo, la imagen pública de las mismas se emponzoña, en una generalización demagógica. Debilitada la administración ajena a la politización, esa que es capaz de resistir los desvaríos de políticos y asesores, o de paralizar contratas y planes urbanísticos que se saltan la ley, el mal gobierno se instala, la corrupción se extiende y la crisis se agrava. Rota la muralla por la invasión de cargos políticos, el empleado público se siente impotente y, por lo general, cierra los ojos y asume como normal la corrupción en la corrupción.
La solución pasa por blindar la administración local y autonómica con mecanismos institucionales que eviten que el partido que gana unas elecciones llene los organismos con los suyos, esos meritorios leales, útiles para crear y conservar la red clientelar y carentes en su mayoría de capacidades dignas de la función pública. Esto no evitaría totalmente la corrupción, pero sí la reduciría al nivel de países donde, no por casualidad, siendo democracias con sociedades civiles tan ricas como la española, el gobierno atesora una calidad muy distinta y la crisis no ha provocado una fractura social grave.