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Jorge Vilches

Razones, no de Estado sino de establo

Maquiavelo justificó los actos del político, en su obra El Príncipe, diciendo que respondían a una razón de Estado. Baltasar Gracián le contestó, en El político, que resultaba vulgar confundir la política con la astucia. El astuto, decía, actúa con “razones, no de Estado sino de establo”. Las razones de Estado en una democracia moderna ya no son, evidentemente, las del siglo XVII, sino las que conducen al fortalecimiento interior y exterior del régimen.
 
En las democracias históricas, o que pretenden serlo, la alternancia en el poder entre los partidos de gobierno no altera dos elementos básicos: el marco institucional y la política exterior. Los cambios en ambos campos suceden en casos de crisis o convulsión y, normalmente, por un consenso de verdad; esto es, entre partidos que representan a más del 70 % del electorado. La alternancia en democracias consolidadas, que justamente, qué casualidad, son las de los países más desarrollados, puede afectar a las políticas económica, social, cultural, educativa o fiscal. Los beneficios son evidentes. El cambio de Gobierno, con este sentido de Estado, renueva la vida social, atiende a las demandas, airea los partidos y fortalece las instituciones. El mantenimiento de las leyes que dan vida al régimen y la continuidad en la política exterior crean confianza dentro y fuera del país, algo clave para el crecimiento económico y el peso internacional de un Estado.
 
Ahora bien, la política que anuncia Zapatero es justamente la contraria. El Gobierno en formación no duda en poner en cuestión las dos bases de las democracias consolidadas, pactando el cambio del marco institucional con partidos minúsculos, y retorciendo la política exterior en una quiebra evidente del crédito internacional de nuestro país. El “talante dialogante” no es una virtud del político si no va acompañada de la inteligencia y del sentido de Estado.
 
Y es que la sensación que hay es que la reforma del Estado de las Autonomías con la que el PSOE se ha presentado a las elecciones, ha sido el producto de la falta de programa alternativo al PP, y la necesidad de buscar el apoyo de los nacionalistas y de IU para derrotar a los populares. Una reforma institucional que da alas al separatismo no puede generar confianza interna ni externa, así como tampoco, claro está, fortalecer el régimen democrático. El alborozo del nacionalismo tras el 14-M ha sido incontenible. Otegi dice que hay aires nuevos y tiende la mano a Zapatero. Ibarretxe se niega a hablar con el PSE otra cosa que no sea la aprobación de su plan. Maragall y Carod-Rovira preparan el nuevo Estatuto, que pasará con un mero trámite en las Cortes. El “talante dialogante” ha dejado al descubierto lo vacío que estaba el proyecto territorial del PSOE. La promesa electoral ha de estar limitada por la sensatez y la lealtad. Porque, por este camino, no sabemos qué será lo próximo que propondrán los socialistas cuando quieran derrotar al PP. ¿La República?
 
En el otro orden de cosas, el cambio en la política exterior fue otra de sus promesas electorales, y éstas, como dijo José Blanco en Radio Nacional al comentar la petición que John F. Kerry hizo a Zapatero para que no retirase las tropas de Irak, “son cosas que se dicen para ganar votos”. Pero además, Zapatero rompe la estrategia de negociación española sobre el peso de nuestro país en la Constitución europea, basada en lo conseguido en el Tratado de Niza. Y ahí están Schröder y Chirac sonriendo, viendo caer a los que cuestionaban el eje francoalemán. La misma suerte puede tener la política que el Gobierno de Aznar llevó en Hispanoamérica, de apoyo a los regímenes democráticos, lucha contra el terrorismo y denuncia de las dictaduras, al tiempo que se fomentaba la cooperación. Por eso se felicitan los dictadores caribeños, Castro y Chávez, contentos al ver que un Gobierno que expresó su intolerancia frente a la violación de los derechos humanos, es sustituido por otro que aún suspira por una “Latinoamérica libre del yugo yanqui”.
 
La campaña electoral socialista, que los ventajistas juzgan ahora de eficaz, ha conjugado la oferta exagerada, la improvisación y la publicidad mercantil, características propias de los partidos que creen que no van a ganar las elecciones. Pero, la razón de Estado no debe dejarse sólo para el momento de gobernar. La oposición debe hacer siempre gala de ella, pues su papel es de suma importancia para el buen funcionamiento del régimen.
 
Gracián escribió que “entran algunos a ser reyes sin arte ni experiencia”. Es muy probable que la política real, la de verdad, la de cancillería y la que se hace desde La Moncloa cambien esos despropósitos, y contradigan, ésta también, la promesa de Zapatero en la noche electoral: “No voy a cambiar”. Porque ahora, en el poder, los socialistas tienen que comprender que ya no hay que hacer política contra Aznar y el PP, sino que es el momento de la política de Estado.

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