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Jorge Vilches

Reprobación de un ministro

en la práctica, las reprobaciones a los ministros no dejan de ser una censura al Gobierno, y en especial a su Presidente que es, al final, el máximo responsable

La reprobación de José Montilla debería servir para recordar algunos de los principios de la democracia: la igualdad de todos ante la ley y la libertad de expresión. Y en esto es indiferente el partido al que pertenezca el político de turno. Han de entender que los principios que alumbran la democracia liberal, ese régimen dado por la nación, están por encima de los partidos y de los políticos que ocupan el poder.
 
La práctica parlamentaria nos ha llevado a considerar que la responsabilidad en la gestión de los Departamentos es del ministro. No obstante, lo cierto es que, desde un punto de vista constitucional la responsabilidad es solidaria; es decir, atañe al Gobierno en su conjunto. También, en la práctica, las reprobaciones a los ministros no dejan de ser una censura al Gobierno, y en especial a su Presidente que es, al final, el máximo responsable.
 
En el caso que nos ocupa, si se pudiera debatir en el Congreso de los Diputados las actividades del ministro Montilla, la responsabilidad sería solidaria. En definitiva, el primer responsable del mantenimiento de un ministro que se salta el Estado de Derecho, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y quiere eliminar la libertad de expresión es, siempre, el Presidente.
 
¿Por qué no, entonces, una moción de censura? Motivos hay. El gobierno socialista mendiga una tregua con ETA, desprecia a las víctimas del terrorismo, y sueña con transformar a la rama política etarra en una ERC vasca con la que formar un tripartito. Los socialistas pretenden reordenar España sin que los españoles lo pidieran, envejeciendo la Constitución y menospreciando a la nación. El Ejecutivo de Zapatero desea, cómo no, convertir la educación en un instrumento, malo y liberticida, para adoctrinar en el “ciudadanismo” y contentar a sus socios nacionalistas. Sin enumerar la errática política exterior, la esperpéntica de vivienda, la chocante de defensa o la irresponsable de inmigración, el conjunto justifica por sí mismo una moción de censura. Sí, pero no es el momento de presentarla.
 
La moción de censura en España es constructiva; es decir, se examina más al candidato alternativo que al presidente que se quiere derrotar. El acto parlamentario sería ahora una ocasión más para mostrar la buena relación entre Zapatero, IU y los grupúsculos nacionalistas, así como la soledad sonora de Rajoy. Hay que esperar a los primeros traspiés de Zapatero, que vendrán presumiblemente a raíz del debate sobre la reforma del Estatuto catalán, a principios de 2006. La ocasión sería propicia si se ve resquebrajada la unidad del bloque social-nacionalista, con posibilidades de que algún grupo se abstenga, al menos, en la votación de la moción, o bien si se produce una crisis en el tripartito catalán. En otra circunstancia, y si España sigue así, la censura sólo sería conveniente en la primavera de 2007, antes de las elecciones municipales, como un elemento más de la campaña electoral.
 
En mayo de 1980, treinta y seis diputados socialistas presentaron una moción de censura por motivos como la ausencia de un proyecto autonómico claro, el desprecio a las libertades, el desarreglo de TVE, o el crecimiento de la inseguridad ciudadana. Y terminaban diciendo que estaba “suficientemente probada la incapacidad del Presidente Suárez y su Gobierno para dirigir los destinos de la nación española”. Los tiempos adelantan que es una barbaridad, ¿o no?

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