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José Antonio Martínez-Abarca

Los nuestros

Una bella muerte honra toda una vida, decían los italianos. Y una muerte inicua también te absuelve de tus horrores, cuando los que te asesinan lo hacen sin ningún estilo y traen mucho más espanto estético que el que dejaste.

Una bella muerte honra toda una vida, decían los italianos. Y una muerte inicua también te absuelve de tus horrores, cuando los que te asesinan lo hacen sin ningún estilo y traen mucho más espanto estético que el que dejaste. He visto los vídeos sobre la atropellada muerte del coronel Gadafi y parece mentira que el dueño absoluto de una satrapía pueda tener exactamente la muerte que para sí quisieran los santos. El paisaje también era el adecuado: esa polvareda libia sólo la recordamos ya de ciertas homilías tremendistas en las misas de nuestra infancia.

Ni siquiera la postrer cobardía de Gadafi al pedir clemencia a sus captores cuando sabía que no podía esperarla –la gente de honor sólo pide a sus ejecutores que el trance sea rápido– le quitan al coronel una cierta e impremeditada aureola mística, crística, que resplandece incluso en esas pésimas grabaciones de móvil. La pasión y muerte de Gadafi se parece demasiado a una película de Mel Gibson aunque, dada la catadura técnica y moral de los implicados, filmada con el pulso siempre grosero de un Oliver Stone. Y con esa misma banalidad con que los escolares graban hoy día la tortura de un indigente.

Sí, hay un resplandor de grandeza en el coronel Gadafi en la hora de su muerte, que no emana de él, al fin un dictador hortera con gustos de conductor de camellos (como Kruschov tenía modales de campesino), sino como contraste a la lóbrega brutalidad y los gritos de la canalla que lo lincha. Yo diría incluso que nunca tuvo Gadafi un aspecto más digno que desnudo en el depósito de cadáveres, también por contraste, ésta vez con su tradicional gusto de ir disfrazado de "travelo". Esos mismos gritos que le dedicaban a Gadafi ya los hemos escuchado muchas veces. Sonidos subhumanos propios de una determinada "civilización", tan indistinguibles de los alaridos que reciben con alborozo a los terroristas palestinos liberados o a los balidos de los chivos (ya escribía Umbral que en Oriente Medio no sabes si quienes van subidos a los tanques son soldados o cabras: en Libia no es diferente). No me suena que esa sea la música de la democracia occidental, la de los nuestros. La secretaria de Estado Clinton dice que sí. No habré escuchado bien.

Por supuesto, lo primero que han hecho nuestros agentes democráticos en Libia es declarar la Ley Islámica, aunque se dicen "moderados". Los moderados allí son los que meten polvorientos palos por el culo a sus máximos dignatarios. Qué no harán los entusiastas. Por si acaso vayamos poniendo nuestros traseros a remojar. Cuando los telediarios sacan imágenes del otro lado del mediterráneo sólo veo tipos dando botes tumultuarios como si bailaran "pogo dance" y chillando como verracos en mañana de matanza, y desde Europa los tenemos por descendientes de las Luces que vienen a imponer la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Ya.

La mínima apariencia de libertad en los países árabes sólo se mantenía con una dictadura militar. La presunta proclamación de la democracia en según qué sitios sólo trae la ausencia incluso de esa apariencia. En Libia, los occidentales le hemos entregado el poder absoluto (el peor absolutismo posible: el estadístico) a unos tipos cuadrúpedos que cuando les echas el Corán no saben si leerlo o lanzarse a ramonear el papel. La "primavera árabe", incluyendo su proclamada desinencia transcontinental, la acampada de "indignados" en Sol, es esa democracia donde llaman a tu puerta a las cinco de la madrugada y no es la policía, pero sí unos homúnculos horrísonos queriendo meterte algo por donde no te apetece.

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