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José Antonio Zarraluqui

Cada cual en su celda

La cárcel es una institución casi tan vieja como la humanidad. Desde que los hombres descubrieron que no siempre era preciso cortar la cabeza de los enemigos ni comerles el corazón porque, al contrario, manteniéndolos vivos les podían sacar mayores lascas, las ergástulas, los barrotes y los cepos se pusieron a la orden del día. Pero hay prisiones y prisiones y no todos cuantos las habitan experimentan idénticas penurias. A buen seguro que Cervantes no padeció lo mismo en Argelia, capturado en combate, que en su amada península, condenado al hueco en tanto cobrador de impuestos sorprendido en trapisondas. Ni sufrió lo mismo un Galileo, mientras negociaba sus retractaciones, que una María Antonieta, que calculaba de qué manera elegante acomodaría su hermoso cuello de cisne en el semirredondel estrecho y tosco que le dejaba la guillotina.

Los cubanos, tras cuarenta y tantos años de cárceles innumerables y en apariencia infinitas –un viceministro del Interior llegó a afirmar que cada ciudadano debería pasar al menos una vez en su vida por la cárcel–, probablemente tendrían algo de peso que decir al respecto. Lo malo es que a los cubanos anticastristas, por inercia o aburrimiento, nadie les hace ni pizca de caso, pero ¿quién que sea de verdad cubano no ha estado preso en Cuba?, puede preguntar casi cualquier cubaniche. Qui qu'est ne pas romantique?, se interrogaba Rubén Darío.

En Miami, al FBI le llegó el momento en que no pudo soportar más el actuar a lo descarado de los agentones cubanos que por cientos mantiene La Habana en esta plaza y pescó a unos cuantos. Los llevó a los tribunales y fueron juzgados por ciudadanos imparciales –entre los que brillaron por su ausencia los cubanos, dato importante– y la sentencia resultó en que no sólo se trataba de espías, sino de asesinos, porque la consecuencia de los informes que enviaron a su centro en Cuba fue la muerte de cuatro personas, tres de ellas ciudadanos norteamericanos, que volaban mansamente en espacio aéreo internacional a la búsqueda de balseros desnortados.

Pero los cinco espioasesinos tienen receptores de radio y televisión particulares en sus celdas imperialistas, pueden pedir las lecturas que se les ocurran y se comunican un día sí y otro también con quienes desean, no sólo porque la libertad restringida de los Estados Unidos les permite a los compañeros que los atienden desde La Habana conectar con ellos cada vez que se les antoja, a pagar en la capital cubana, sino porque con el dinerito de los impuestos en Norteamérica, incluidos los impuestos de los anticastristas, esto es, ''la mafia terrorista de Miami'', a cada uno de esos degenerados se les conceden trescientos minutos mensuales de parla telefónica for free con sus abogados, jefes de estación en La Habana, Washington y New York y, por lo demás, dondequiera.

En contraste con la vida que se dan los cinco espioterroristas cubanos en las cárceles yanquis, ochenta infelices allá en la isla, por ser poco o nada simpatizantes del compañero comandante en jefe, de repente vieron sus casas asaltadas, a sus niños y hasta a sus familiares lejanos aterrorizados, sus escasas pertenencias confiscadas, sus propias personas capturadas y, en cuestión de días, condenados a penas tan grandes que no las brinca un chivo, mucho menos la mitad o así de ellos, que ya pasan la media rueda y no están para brincos de ninguna clase.

A los ochenta infelices los distribuyeron por las prisiones de toda la isla, con lo cual, dadas las largas distancias y las casi insuperables dificultades para moverse de un lado a otro por el territorio nacional, están condenando además a las familias, algo muy mal visto en los códigos que tienen que ver con los derechos humanos, pero que a la mafia terrorista de La Habana le tiene sin cuidado.

Aunque las comparaciones son odiosas, no puede uno dejar de acordarse de Angela Davis. Tan inteligente que había llegado a profesora universitaria, y tan rebelde. Recuerdo que de la radio cubana, defensora valiente de los derechos de las minorías en cualquier parte del mundo como sabemos que es –excepto en Cuba– le preguntaron a la Davis:

— ¿Y cómo eres capaz de soportar, compañera Angela, esas condiciones terribles, infrahumanas, de las prisiones yanquis?

— Porque creo en Marx –vino a decir la filósofa de pacotilla–, porque creo en Lenin y, sobre todo, porque creo en Fidel. Te diré. Las autoridades racistas de esta cárcel llevan tres días seguidos ¡tres! sirviéndome a la hora del lunch un bistec así de grande con muchas patatas fritas y lascas de cebolla. ¡Pero es que yo odio la cebolla!

— Aparte de que, con toda seguridad, pretenden engordarte con las papas fritas.

— ¡Pues a mí nadie me va a engordar, ni física ni ideológicamente.

Y Fidel Castro, cuando estuvo en chirona, ¿cómo la pasó? Pues no tan mal, a pesar de que había escrito ''en cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como para nadie'', teniendo en cuenta que el director de la prisión en persona lo invitaba a comer en su casa en ocasiones y algunas noches lo llevaba al cine en Nueva Gerona, atenciones que Fidel, agradecido que es, cuando tomó el poder le pagó al buen hombre fusilándolo.

Había ido a parar al Presidio Modelo de Isla de Pinos por el ataque al Cuartel Moncada, en el que sus compinches armaron una degollina de padre y muy señor mío entre los soldados hospitalizados. Aunque los atacantes iban disfrazados con el uniforme de los atacados, no fueron juzgados por lo militar, y las penas que recibieron fue cosa de reír, la mayor de todas la impuesta al propio Castro, 15 años, que ni siquiera cumplió, porque a los dos y medio todos resultaron indultados. Pero mientras estuvo allí dispuso de una enorme celda para él solo, centenares de libros, refrigerador y cocinilla propios, y se zampaba sólo suculencias que él mismo confeccionaba, seguidas de café criollo y un H-Upmann No.4. Léanse para que vean el libro que el lambiscón de Mario Mencía le dedicó a esos años duros del compañero sacrificado en jefe: La prisión fecunda.

Decididamente, en este mundo a muchos les toca vivir en un calabozo, pero los calabozos no suelen ser los que se merecen, llámense Castro, asaltantes del Moncada, espioterroristas, Angela Davis o bibliotecarios independientes en Cuba.

© FIRMAS PRESS

José Antoni Zarraluqui es escritor cubano y redactor de El Nuevo Herald de Miami.


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