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José Bastida

Bajo el síndrome de Astérix y Mafalda

El izquierdismo es la enfermedad infantil del Estado borbónico.

La frase del psicópata Lenin que hablaba del izquierdismo como enfermedad infantil del comunismo se puede aplicar a la España contemporánea afirmando que el izquierdismo es la enfermedad infantil del Estado borbónico.

Los hijos y nietos de aquella generación del franquismo que en los años sesenta formaba una clase media sensata y próspera, en cuyos confortables hogares no faltaba el pick-up, los libros de López Ibor y las espléndidas novelas de Somerset Maugham, llegaron a la universidad llenos de inquietudes y allí se encontraron con que aquel lugar tan solemne era simplemente un "búnker marxista", en ajustada definición de un diputado en Cortes a quien nadie refutó porque era de una evidencia pasmosa. A estos buenos chicos mimados se les abrió el mundo cuando escucharon citas tan cursis como "cuanto más hago el amor más ganas tengo de hacer la revolución" o consignas tan insólitas como "obreros y estudiantes a la huelga general". Y así, entre la cursilería sexual y las magnas asambleas, entre cafés y catres, se fue creando una intelligentsia que sería la que iba a conformar la clase política gestora de la nueva sociedad postfranquista, también llamada Transición. El bagaje intelectual, el académico era ínfimo, de aquellos hijos de los planes de desarrollo de López Rodó se componía de casposo y fanático marxismo; el boom latinoamericano (sólo los escritores de izquierdas); el aterrador cine de Bergmann; las atrabiliarias películas de los comunistas de café, Fellini, Passolini o el conde Visconti; y los tebeos de Mafalda y Astérix (la conspicua influencia argentina y francesa siempre estaba presente pero, desgraciadamente, nunca la pragmática sajona). Mención aparte merece la camada intelectual nacionalista que arrasó con su discurso pagano y anticolonialista, el mismo que desarrollan en la actualidad pero ahora muy bien instalados en las estructuras administrativas y políticas del Estado. Porque toda esa generación universitaria ocupa, controla y gestiona hoy España desde las cátedras, los hospitales, las escuelas, los juzgados y cualquier organismo público que se pueda imaginar; incluida la universidad, una institución saturada de nepotismo y endogamia académica.

Con el triunfo del PSOE en el 82, la administración empezó a crecer llenándose de los acólitos al partido y compañeros de viaje como los comunistas y los nacionalistas. Convocatorias masivas de oposiciones a todos los sectores de la administración, sobre todo a la insaciable autonómica, inflaron tanto el Estado que ahora colapsa, aunque las castas de funcionarios izquierdistas intenten defender el estatalismo, un sistema liberticida de la sociedad abierta, y justificar la despilfarradora gestión pública. Es normal, defienden su suculenta nómina, pagada con la de los trabajadores de la empresa privada; éstos, por cierto, hacen oposiciones todos los días y no pueden mantener su puesto en propiedad.

Con estos mimbres, lo que queda de la España constitucional será pronto una nadería porque las estructuras de poder real están en manos del separatismo y el izquierdismo, esa enfermedad que hasta a Lenin le asustaba. Bajo el síndrome de Astérix, un anticolonialismo de parque temático que sufre el tándem Mas-Urkullu con sus hijuelas radicales, y el de Mafalda, un izquierdismo de salón y pancarta que padecen el inefable PSOE y los comunistas antisistema, se encuentra la nación más antigua de Europa, gobernada ahora mismo por un presidente supuestamente liberal-conservador pero que, en realidad, no tiene un ideario definido sino, más bien, un vademécum para ir tirando hasta las elecciones. Rajoy nunca será un reformista y en estos momentos históricos hace falta un líder que no tenga miedo a desmontar el megaestado dominado en sus entrañas por aquellos chicos mimados que un día llegaron a la universidad y se convirtieron en unos revolucionarios de moqueta.

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