Menú
José Carlos Rodríguez

Lo bueno de la crisis

Los excesos del intervencionismo se acaban purgando con un duro período de reformas, que liberan al mercado y le permiten cumplir su papel, que es el de multiplicar la riqueza y llevar la prosperidad hasta el último rincón.

En los meses entre el final de 1978 y comienzos del año siguiente, Gran Bretaña vivió el "invierno del descontento", una crisis económica, social y política que llevó a los británicos a darle la mayoría a Margaret Thatcher, una mujer que estaba dispuesta a salvar a su país por medio de reformas económicas. Ronald Reagan llegó a la presidencia de los Estados Unidos dos años más tarde, en enero de 1981. Heredaba también una crisis múltiple, una economía devorada por la inflación, un país sin orgullo, una sociedad en parte corrompida. Impuso desde la Casa Blanca un menor crecimiento del gasto público, impuestos más sencillos y moderados, menos regulación y el control de la inflación. Hasta las antípodas llegó la oleada de keynesianismo, que derivó en una grave crisis económica, y también política. Un gobierno laborista, bajo el lema de "haremos lo que sea correcto", impuso en 1984 un programa de reformas, que incluía recortes, privatizaciones, control de la inflación y liberalización comercial. Para entonces, Irlanda ya había completado su ciclo de crisis y reformas, que asentaron, como en los casos anteriores, las bases de una larga era de prosperidad.

Aunque no hay leyes históricas sin escapatoria, todos estos ejemplos responden a una misma lógica, además de a un mismo período histórico. El Estado se vale de cualquier razón para crecer sin medida, pero es un parásito, y su voracidad puede llevar a la economía privada, de la que se nutre, a una grave crisis. Cuando llega ésta, sólo cabe echarse atrás, podar las políticas más dañinas para darle un desahogo a la economía real. Soltar algunas cadenas, porque la sociedad no puede más con tanta intervención, tanto gasto, tanta inflación. Los excesos del intervencionismo se acaban purgando con un duro período de reformas, que liberan al mercado y le permiten cumplir su papel, que es el de multiplicar la riqueza y llevar la prosperidad hasta el último rincón. Pero ocurre que sobre esa recobrada prosperidad, el Estado vuelve a retomar sus posiciones y lanza nuevos proyectos de socialización, regulaciones en ámbitos nuevos de la actividad, como por ejemplo el medio ambiente, sube los viejos impuestos y si es posible impone otros nuevos. ¿Qué decir de la inflación, que es el camino más eficaz para llevarnos a todos a un crecimiento engañoso, a él el primero? Los impuestos, el gasto, la regulación, atenazan a la economía privada. La inflación le da primero impulso, pero luego le lleva a la crisis. Y al final, ésta llega también al propio Estado. Ese es el punto en que nos encontramos.

Y, de hecho, aquí estamos, otra vez hablando de reformas. Incluso el presidente más alejado de la realidad, como es Rodríguez Zapatero, que es también el menos proclive a introducir penosas reformas económicas, ha impuesto pequeños cambios en el mercado laboral, deja caer que habrá copago en la sanidad, se verá forzado a reformar las pensiones públicas, y ya ha tenido que podar, siquiera modestamente, el gasto público. Este sábado, en ABC, el ministro de trabajo, Celestino Corbacho, reconocía que también había que reformar el sistema de prestaciones a los parados. Nada de lo que haga Zapatero será suficiente, pues no cree en las reformas. Quedará para su sucesor la decisión de acometer un verdadero plan de ajuste, que liberalice la economía, para permitirnos volver a ser prósperos, o agonizar en una larga crisis.

En Libre Mercado

    0
    comentarios