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José Carlos Rodríguez

No hace falta estar indignado

Basta recordar nuestro derecho a la desobediencia civil. El Estado nos impone normas que lesionan nuestros derechos, cercenan nuestras libertades y nos roban nuestro tiempo y nuestro dinero.

Colocar los sentimientos en el centro de la política, algo que tiene perversos antecedentes, cortocircuita el uso de la razón. Sería en extremo chocante que un movimiento que se coloca el cartel de la Indignación no derivara en una violencia abierta, creciente a medida que la impunidad se impone. La proscripción de la violencia ampara y fomenta la violencia.

A pesar de las asambleas sin fin y de los debates en internet, los indignados parecen adolecer de falta de claridad de ideas. No queda claro por qué se indignan, por qué protestan; pero la confusión alcanza también a los medios para encauzar la propia protesta. El grito más repetido, y el que tiene más coherencia con sus acciones, es el de: "No nos representan", proferido ante los políticos electos y acompañado de violencia. Pero sus fines son contradictorios con su discurso antipolítico, ya que exigen un mayor control de la vida ciudadana por parte de... los políticos. Emplean una cierta violencia, pero no la suficiente para desencadenar una revolución. Piensan cambiar las cosas por medio de la opinión pública, pero su mensaje es, insisto, confuso y contradictorio. La suya es una rebelión estéril.

Hay una alternativa.

Por lo que se refiere a los fines, la rebelión puede buscar que los políticos nos dejen en paz. Que nos dejen, como trabajadores, llegar a un acuerdo con los empresarios en los términos que a ambos nos compensen. Que nos dejen disponer del fruto de nuestro trabajo y no nos machaquen a impuestos. Que nos dejen, como padres o como estudiantes, elegir el tipo de educación que queremos para nosotros mismos o para nuestros hijos. Que no violen nuestras libertades con la excusa de la lucha contra el crimen. Que no cercenen nuestra libertad de expresión o la de aquellos medios que nos gustan. Los ejemplos, por desgracia, son innumerables.

Y no hay que recurrir a la violencia. Basta recordar nuestro derecho a la desobediencia civil. El Estado nos impone normas que lesionan nuestros derechos, cercenan nuestras libertades y nos roban nuestro tiempo y nuestro dinero. Son injustas. Somos dueños de nuestros derechos y podemos ejercerlos contra tales leyes. Como dice Thoreau, el gobierno "no tiene la vitalidad y la fuerza de un solo hombre: porque un solo hombre puede doblegarlo a su antojo". No hace falta recurrir a la violencia, basta con la resistencia pacífica. El poder del Estado se basa en la violencia. Pero tiende, entre la violencia y el cumplimiento de sus objetivos, un manto de legitimidad que suele ser falso. Descubrámoslo con la desobediencia; pacífica, esto es. Tenemos el derecho a ignorar al Estado, si no es un instrumento de nuestra conveniencia. Muchos ya lo hacen.

Además, los indignados tienen un problema de representación y legitimidad. Ellos no aceptan a los políticos como representantes. Y no tienen por qué, el derecho a sentirse representado es enteramente suyo. Claro, que lo mismo ocurre con sus asambleas y sus portavoces. En una rebelión de verdad, basada en la desobediencia pacífica, este problema se disuelve. Cada uno se representa a sí mismo, y es cada uno quien se niega a cumplir las leyes.

Para ello no es preciso estar indignado. Pero sí es necesario tener una idea clara de cuáles son nuestros derechos, de cómo los viola sistemáticamente el Estado y de cómo éste se interpone constantemente en la consecución de nuestros fines.

© Instituto Juan de Mariana

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