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José Enrique Rosendo

Los pactos de Rajoy

El PSOE tiene bien construido un discurso que ha calado desde hace demasiado tiempo en la población, mientras el PP tiene miedo de confrontarlo con sus propios criterios y valores porque cree que los ciudadanos no los entenderían o no los aceptarían.

El ya reelegido presidente del Gobierno, durante su intervención en la primera de las dos sesiones de investidura que ha necesitado, esbozó dos modelos vías desde las que hacer frente a una situación de crisis económica como la que vivimos en estos momentos. Zapatero dijo que había una solidaria, preocupada por garantizar el bienestar social, y otra egoísta, despreocupada de la situación en la que han quedado o pueden quedar las personas más desfavorecidas. Explícitamente la primera era la suya; y quedaba implícito que la otra era la que representaba el PP.

Se trata, sin duda, de una de esas trampas ideológicas que, como dijo Esperanza Aguirre durante su almuerzo en la casa de ABC, tiende el PSOE con mucha maña y eficacia. De un lado, los que se preocupan de los débiles, que son aquellos que quieren un país decente. De otro, los ricos, que sólo piensan en ellos y para quienes la solidaridad consiste en ponerse una vez al año la pegatina de Manos Unidas en la solapa.

Rajoy no entró al trapo, lo que no quiere decir que, una vez más, no haya resultado eficaz el ardid de Zapatero. Descubrió por enésima vez la debilidad intelectual en la que se asienta el centro-derecha de nuestro país, incapaz de rebatir con valentía y audacia un aserto tan falso como ridículo.

Porque en el fondo, efectivamente, hay dos modos de afrontar, que no de solventar, esta crisis. Uno, favorecedor del enquistamiento social y económico de una capa de nuestra población, basado en el adormecimiento de la iniciativa y en la sopa boba a costa de las clases medias; y otro, que confía en las personas, en su libertad e iniciativa, y se limita a promover las condiciones para que cada cual se haga responsable de su propia vida. El primero es el que cree que el Estado lo puede casi todo; y el segundo es el que piensa que casi todo se puede, a pesar del Estado.

Cabría preguntarse si un Estado basado en una administración fuerte e intervencionista, en un mercado laboral cercenado por un alto porcentaje de la población dependiente de la nómina pública y de las subvenciones del Estado, en diezmar mediante presión impositiva a la capa más dinámica de la sociedad para favorecer un alto gasto público en el que se mecen el despilfarro y la corrupción, es el que puede resolver mejor la encrucijada económica en que nos hallamos.

Cabría preguntarse qué hace y en qué beneficia a los más humildes que el Estado siga administrando empresas, desde las radiotelevisivas a las de mensajería (Correos), pasando por cadenas de hoteles (Paradores) y la promoción inmobiliaria y el alquiler de viviendas, hasta el control directo o indirecto de nada menos que el cincuenta por ciento de nuestro propio sistema financiero (cajas de ahorros).

O en qué beneficia a los desempleados que se aumente, con la excusa de los estatutos autonómicos, la burocracia, los controles y las exigencias administrativas para crear empresas, contratar personas o encarecer artificialmente nuestras fuentes energéticas, subvencionando las caras (las renovables) y prohibiendo las baratas (la nuclear).

El Estado del bienestar garantiza derechos a los ciudadanos, para garantizar un mínimo de condiciones y, sobre todo de oportunidades, a todos. Y está bien que sea el Estado quien recaude y garantice el disfrute de esos derechos. Pero nadie ha explicado aún por qué la gestión pública de la materialización de esos derechos es más eficaz, que no lo es, que la privada, con las garantías y exigencias que fueran necesarias.

Este es un auténtico debate de fondo: el hecho de que el PSOE tiene bien construido un discurso que ha calado desde hace demasiado tiempo en la población, mientras el PP tiene miedo de confrontarlo con sus propios criterios y valores porque cree que los ciudadanos no los entenderían o no los aceptarían.

Esta debilidad dialéctica desvela un complejo de inferioridad por parte del PP, que, al no creer en la superioridad de sus políticas por ciertos complejos estatalistas derivados del conservadurismo o de la democracia cristiana, implícitamente rechaza la hegemonía en la sociedad española. Por ello no debe extrañar que, cuando vienen mal dadas, como ahora, la sociedad española haya optado por "solucionar" la crisis económica con las tiritas de un socialismo trasnochado antes que con el liberalismo progresista que tanto beneficio a los más humildes ha procurado en nuestro entorno internacional.

Rajoy se ha comprometido a alcanzar pactos de Estado con el PSOE. Y nada habría que objetar, porque en efecto, hay cuestiones que requieren de un amplio consenso político: no sólo las que ha señalado el presidente del PP, sino también y prioritariamente el modelo de Estado. Lo que no resulta de recibo es que el pactismo se convierta en la estrategia política de un partido que aspira a gobernar España dentro de cuatro años.

Sencillamente, ese no es el camino.

En España

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