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José Enrique Rosendo

¿Por qué nadie quiere invertir en España?

Varios problemas nos aquejan: un exceso de regulación normativa, de intervencionismo administrativo; un mercado laboral demasiado rígido y encorsetado; y un notable deterioro de la confianza en nuestro país en términos de seguridad jurídica

El llamado milagro económico español, que estamos dejando atrás con una rapidez e intensidad inesperada por nuestras autoridades, ha estado plagado de sombras, de señales inequívocas de que no estábamos haciendo todos los deberes correctamente. O lo que es lo mismo, de que el Gobierno, como han denunciado muchos, ha estado viviendo de las rentas y ha sido incapaz de incardinar reformas, lo que quiere decir dirección, a esa etapa de aparente crecimiento.

No voy a referirme a las consecuencias de ese patrón basado en ladrillo más demanda interna más inmigración masiva, que ha llevado a nuestro país a un alto nivel de endeudamiento que pagamos ahora con un Euribor que roza ya los inevitables cinco puntos (un 25% por encima del precio oficial del dinero fijado por el BCE) y que refinanciamos, cuando existe la suerte de poder hacerlo, en condiciones bastante duras con respecto a la alegría de ayer mismo. En el fondo, esa es la cruz de ese modo de crecer.

En cambio, la prueba del algodón, que ya sabemos que no engaña, de la política practicada por Solbes y el resto del equipo económico socialista la tenemos que buscar, por ejemplo, en la inversión extranjera que ha llegado a nuestro país. O lo que es lo mismo, la confianza de los inversores internacionales en que nuestro modelo de crecimiento era sólido y sostenible y que España era sinónimo a pingües beneficios.

Durante el pasado año, cuando la crisis aún no había hecho mella y crecíamos por encima de la media de la Unión Europea, España captó de inversores internacionales (excluidos por tanto los de la EU) aproximadamente unos 3.000 millones de euros. Una cifra insignificante en relación con nuestro PIB (en torno al 0,3%) y ridícula si la comparamos con los 319.200 millones de euros que se invirtieron, en ese periodo, en el conjunto de la UE (0,9%). Y eso que somos la cuarta economía de la Unión. Y eso que, como repito, crecíamos por encima de la media de nuestros socios comunitarios.

Por si fuera poco, si exceptuamos la inversión de Enel en la opa por Endesa, los inversores comunitarios han caminado de la mano de los extranjeros, es decir, dándole la espalda a nuestra economía.

Esta prueba del algodón delata la mugre que cubre nuestra política económica. En efecto, las causas de esos paupérrimos niveles de inversión extranjera en nuestro país tenemos que encontrarla en los varios problemas que nos aquejan: un exceso de regulación normativa, de intervencionismo administrativo; un mercado laboral demasiado rígido y encorsetado; y un notable deterioro de la confianza en nuestro país en términos de seguridad jurídica, derivada de la politización de las instituciones reguladoras de los mercados, como puso en evidencia el mundialmente conocido affaire de las opas sobre Endesa. A todo ello, además, debemos añadir la falta de competitividad de nuestra economía, lastrada por una inflación endémicamente más alta que nuestros socios comunitarios.

Esas cuatro razones son achacables directamente a nuestros gobernantes, sin que valgan excusas de tipo alguno. La burocratización de nuestra economía, que por otra parte, nos va a costar el 0,25% del PIB en cinco años, deviene de ese enloquecido proceso de reforma de los estatutos de autonomía, que confieren muchísimos poderes nuevos a los líderes regionales, ávidos de demostrar, boletines oficiales en ristre, quién manda en el pueblo hasta límites que resultan ciertamente insoportables.

Es innegable que, a la luz de este botón de muestra, la descentralización política (que no desconcentración) experimentada por España no se está saldando positivamente para los ciudadanos, al menos desde el punto de vista de su bolsillo. Tampoco el tejemaneje, los movimientos orquestales en la oscuridad, de nuestros políticos, metidos demasiadas veces en el papel de Penélope de operaciones corporativas que debieran circunscribirse exclusivamente al ámbito de la iniciativa privada, sin mayores interferencias.

En cuanto a nuestra estructura laboral, caminamos también en sentido inverso al necesario. La rigidez de nuestro mercado parece una divisa del progresismo oficial, a la que ahora vamos a añadir una nueva oleada de medidas de gasto social o asistencial, que tendrá como consecuencia la distorsión entre oferta y demanda. Por ejemplo, el aumento destacado del Salario Mínimo Interprofesional.

Y finalmente, sobre la inflación, valga el botón de muestra de la energía. Siendo España un país tremendamente dependiente del exterior (y además, de zonas geopolíticas muy conflictivas), nos permitimos el lujo de dejar de lado la energía nuclear, la más barata de todas, demonizada sin discusión que valga por la contribución ecologista al pensamiento único progresista que nos gobierna, a favor de una "alternativa verde" que para ser rentable tiene que ser subvencionada con el bolsillo de todos.

En Libre Mercado

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