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José Enrique Rosendo

Razones para la deriva autoritaria de los partidos

El sistema, al menos desde el punto de vista económico, premia la continuidad frente al cambio.

Uno: el régimen electoral. El actual sistema legal que regula las elecciones procede de la reforma política en que se basó nuestra peculiar Transición a la democracia. Los objetivos que entonces se establecieron para el régimen electoral fueron, fundamentalmente, dotarnos de un sistema de proporcionalidad corregida, que primara un bipartidismo imperfecto y, por ende, solucionara el auténtico galimatías, la sopa de letras, de nuestro incipiente sistema de partidos; y de otra parte, robustecer a los aparatos partidarios mediante la imposición de listas cerradas y la circunscripción provincial, que alejan a los electores de sus elegidos.

Si observamos la trayectoria electoral española, observaremos cómo la madurez del régimen electoral, en función de los objetivos establecidos cuando se estableció, se alcanzó en la década de 1986 a 1996. A partir de ese momento, se agudiza de manera extraordinaria el bipartidismo, completado por un vicio inicialmente no previsto: la gran relevancia de los partidos nacionalistas que se han convertido en auténticas bisagras a cambio de desestabilizar gravemente las instituciones diseñadas en la Constitución.

Dos: la financiación de los partidos. Las organizaciones políticas no se financian por las cuotas de sus miembros y mucho menos por la dadivosidad de sus simpatizantes, sino por las subvenciones recibidas de las administraciones públicas en base a los escaños y los votos obtenidos por sus candidaturas en las diversas convocatorias electorales. Los medios públicos ofrecidos para ayudar a la financiación de las campañas dependen no de la expectativa de los contendientes, sino del resultado cosechado en los comicios anteriores.

Esto significa dos cosas: primero, que se cierra la posibilidad a que surjan nuevos partidos, puesto que para financiar una campaña es necesario disponer de una estructura partidaria previa, pero para contar con la misma es requisito previo haber obtenido representación institucional. Y segundo, que el sistema, al menos desde el punto de vista económico, premia la continuidad frente al cambio.

Tres: el partidismo institucional. La costosísima estructura de los partidos españoles, sustentada en grandes equipos de personas destinadas a mantener la maquinaria organizativa, no se puede sufragar únicamente con los aportes públicos y privados. Por tanto, los partidos han extendido el número de personas liberadas por medio de cargos intermedios de libre disposición en las administraciones públicas e incluso en otras de mercado, como las cajas de ahorros y las empresas públicas, que no sólo han tenido un reflejo en el incremento del gasto público y en restar independencia (y posiblemente eficacia y eficiencia) a las instituciones, sino sobre todo un efecto demoledor en cuanto a la profesionalización de la actividad partidaria.

Cuarto: la monopolización de la representación ciudadana. Los partidos políticos han tratado por todos los medios de disuadir la generación de una sociedad civil fuerte, basada en medios de comunicación independientes y en organizaciones sociales y cívicas no dependientes directa o indirectamente de ellos mismos. Incluso los sindicatos y las organizaciones patronales dependen para su supervivencia de las subvenciones que reciben de las administraciones públicas.

Quinto: la muerte de Montesquieu. Tal y como predijo maliciosamente Alfonso Guerra, si Montesquieu no ha muerto, le resta un hilo de vida que languidece. Ahí tenemos la invasión del poder ejecutivo tanto en el legislativo, por la vía de la disciplina de los aparatos partidarios, como en el judicial, cuya independencia ha sido sistemáticamente acribillada por los partidos.

Sexto: la "mediocracia". Una de las consecuencias del refuerzo de los aparatos de los partidos y de la extensión del partidismo en las instituciones ha sido la de sustituir la meritocracia en la vida pública por la "mediocracia", es decir, por un amplio ejército de personas que, al haberse dedicado de lleno y durante demasiado tiempo a la estructura de sus partidos, han hipotecado en la práctica su modus vivendi y se han hecho depender vitalmente de la recompensa recibida de la dirección de su organización vía nombramiento o contratación.

Este ejército "mediocrático" es el que configura hoy en día el esqueleto de cualquier partido establecido de nuestro país, de modo que se dificulta extraordinariamente la democracia interna en el funcionamiento cotidiano de las organizaciones políticas.

Séptimo: lo políticamente correcto. Los partidos políticos basan su supervivencia en alcanzar el poder o, cuando menos, la mayor cota posible de representación institucional. Sólo de este modo pueden mantener sus estructuras y por consiguiente su actividad. De este modo, para los aparatos, no cuenta tanto la confrontación de modelos de sociedad y de principios ideológicos con sus adversarios (liberalismo frente a socialismo, conservadurismo frente a progresismo, humanismo frente a materialismo...), cuanto el resultado electoral. Así, se ha construido un discurso de lo "políticamente correcto" en el que la izquierda, acompañada por los nacionalismos disgregadores, construyen una necesidad social que luego satisfacen cuando alcanzan el poder; en tanto que la derecha se conforma con consolidar ese estado de cosas una vez accede al gobierno y en todo caso, mientras se mantiene en la oposición, a tratar de regular la velocidad de dichos cambios sociales unidireccionales.

Octavo: el hurto de la voluntad. Así las cosas, los ciudadanos se limitan a ejercer su derecho al voto, que queda administrado de modo casi patrimonialista por esa cadena de mando intocable, inaccesible y casi omnipotente que son los aparatos partidarios y sus estructuras "mediocráticas". Ni siquiera se vota, en muchas ocasiones, por convencimiento ideológico o programático, sino por efecto del "mal menor" o, lo que viene a ser lo mismo, por el "voto útil".

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