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José García Domínguez

165 minutos

Desde aquel siniestro genocidio de Felipe V contra el llorado orden medieval, no se recordaba agresión pareja ni canallada más vil. ¡Ciento sesenta y cinco minutos de español! A pelo, sin ni siquiera mascarillas de gas.

En Madrit aún no se han enterado, pero en la Cataluña postnacionalista de Montilla se acaba de producir una mutación insólita, extraordinaria, sensacional. Trátase el fenómeno de uno de esos contados choques de las placas tectónicas de la conciencia que suelen desencadenarse una vez cada mil años. Y es que estamos asistiendo ni más ni menos a lo que los epistemólogos dan en llamar un cambio de paradigma. Así, para asombro de propios y escarnio de extraños, la parca álgebra del de Iznájar ha sido capaz de provocar por sí sola una revolución copernicana en el catalanismo.

La consecuencia más visible de ese inaudito terremoto espiritual es que, en apenas quince días, se ha sellado para siempre la centenaria sima del monólogo identitario. "¡Terminemos de una vez con el casposo debate de las esencias!", trinan jubilosas las más gloriosas plumas domésticas en el Avui y La Vanguardia. "¿A quién importa la eterna cantinela de la metafísica tribal?", claman entre risas burlonas los consellers de la Esquerra. "Ya esta bien de mirarnos el ombligo", no cesan de repetir los cosmopolitas de CiU. "Ha llegado la hora del catalanismo social", remachan sus iguales, esos descreídos volterianos del PSC.

Sin duda, acontece un auténtico giro de trescientos sesenta grados en la cosmovisión de las fuerzas vivas de Liliput. Prueba de ello es que, al fin, los problemas reales de la gente monopolizan la agenda de la Generalidad. Como muestra, un botón. Porque si algo angustia hoy a los catalanes es esa amenaza letal que pende sobre el futuro de sus vástagos, la llamada "tercera hora". Pues Madrit pretende imponer que nuestros niños sean expuestos durante nada menos que ciento sesenta y cinco minutos a la semana a la lengua de Castilla. Desde aquel siniestro genocidio de Felipe V contra el llorado orden medieval, no se recordaba agresión pareja ni canallada más vil. ¡Ciento sesenta y cinco minutos de español! A pelo, sin ni siquiera mascarillas de gas.

Se comprende que en las calles de Barcelona se formen corros espontáneos de gente indignada. Dicen que en Santa Coloma de Gramanet hubo más de un intento de suicidio a lo bonzo al saber los lugareños de la felonía. Nadie se extrañe, pues, de que en Cornellà las bases sindicales exijan a gritos la convocatoria de una huelga general indefinida. Ni de que en Hospitalet del Llobregat se formen largas colas para alistarse en las partidas que van a echarse al monte en el Tibidabo.

Mas que el Tripartito de Montilla, solidario con ese llanto desgarrado de todo un pueblo, barrunte ya recurrir el maldito decreto ante el Constitucional, es la señal inequívoca de que los tiempos están cambiando. Por fin.

En España

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