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José García Domínguez

Bambi sufre con Heidi

Cuando ya no alberga ningún programa positivo acerca de la realidad, un partido únicamente logra sobrevivir azuzando sentimientos; conmoviendo y conmoviéndose ante sus propias fobias; mirándose cada día en el espejito mágico de la superioridad moral.

El primero en descubrir la veta fue Víctor Manuel, que levantó un capital a cuenta de la silicosis del abuelo que, como todo el mundo sabe, fue picador allá en la mina. Pero en aquellos tiempos la izquierda aún era capaz de ir tirando con las ideas; todo lo dogmáticas, totalitarias y erradas que se quiera, pero ideas al fin y al cabo. Por eso, porque aún poseían una cierta visión del mundo que vender en el rastrillo de la Historia, lo de trapichear con las botas de los muertos no acabaría de cuajar entonces. Hasta que cayó el muro y todo se fue al garete. A partir de ahí, hubieron de optar: o cerrar el chiringuito, o ponerse a pensar por primera vez en sus vidas – "Señor, aparta de mí ese cáliz"– o hurgar en el baúl de los recuerdos, siguiendo la estela doctrinal de Karina, a ver si en los fondos aún quedaba algo que llevar al zurrón.

Porque las señas de identidad del progresismo patrio se vinieron abajo con el derrumbe de aquel trozo de cemento. Desde entonces, no tienen absolutamente nada que ofrecer, ni disponen de proyecto general alguno sobre cómo debería organizarse la sociedad. Y sólo ahí, en ese páramo intelectual y moral, podía gestarse el éxito de Zapatero, por paradójico que parezca. Porque cuando ya no alberga ningún programa positivo acerca de la realidad, un partido únicamente logra sobrevivir azuzando sentimientos; conmoviendo y conmoviéndose ante sus propias fobias; mirándose cada día en el espejito mágico de la superioridad moral, para reconocerse en él con compungida satisfacción.

Esa comedia impúdica de elevar el fantasma del capitán Lozano a clave de bóveda de la razón política, sólo podía representarse en el reino del kitsch. Y Zapatero es eso: kitsch en estado puro; es decir, no pensamiento bañado en un cazo de sentimentalismo empalagoso y regado luego en un diluvio de enternecidas lágrimas por la necedad propia. "A mí también me mataron a un abuelito, uno al que nunca conocí. Murió en una guerra de verdad, en la que combatieron, cara a cara, dos ejércitos también de verdad. Ocurrió en el primer tercio del siglo pasado, lustros antes de que yo naciese. Y aunque en ella sucumbieran los abuelitos de media España, debéis compadecerme, pues aún me despierto cada mañana con el corazón partío, desolado por aquella gran tragedia personal".

La ética kitsch: enternecer a la mayor cantidad posible de gente, arrancando gemidos de piedad por uno mismo; la estética del cretinismo convertida en imperativo categórico de la vida civil. Heidi expulsada de la cabañita de los Alpes, y despidiéndose de su perrito Niebla y de la cabrita, que no recuerdo ahora cómo se llamaba. Zapatero, muy serio, mirando a la madre de Irene Villa: "Yo también perdí a mi abuelito".

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