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José García Domínguez

Cataluña, el país de las maravillas

también me proponía teclear sin demora una explicación racional a otra paradoja definitivamente irracional: que los contados diputados que no desean proscribir el español en las aulas sí se lo prohíban a sí mismos en la tribuna de oradores.

Hace media hora que contemplo la pantalla en blanco del ordenador. Y podría seguir así toda la noche. Son cosas que ocurren cuando uno pretende explicar lo obvio… para los demás. Treinta minutos atrás, me creía capaz de argumentar por qué casi todos mis representantes sueñan con prohibir a más de la mitad de sus representados estudiar en su idioma materno. Pero, en ese tiempo, apenas se me han ocurrido un par de argumentos, cada cual más descorazonador: O que el noventa por ciento del Legislativo doméstico no represente en realidad a la gente de la región. O que más de la mitad de los que se dicen a sí mismos catalanes, en puridad no fueran tales, sino tristes metecos dispuestos de grado a obedecer la soberanía del país extraño que los acoge. Y no hay manera, no consigo pasar de ahí.

Aunque, en lógica formal, tal vez cabría una tercera hipótesis: que nueve de cada diez hablantes catalanes coincidiesen con Salvador Sostres en que el español sea jerga digna únicamente para impartir órdenes a las chachas. Sin embargo, esa doctrina la invalida la propia Historia de Cataluña. “Lloyset estâ molt bonico, guartlo Deu, i continua sont estudi i parla lo castellà molt bonico”, confesaba la mamá de un aplicado Luisito Requesens, honrado burgués de Barcelona que se esmeraba con el castellano ya en 1534, si hemos de confiar en el hispanista John Elliot. Y quien haya tratado con cualquier Luisito Requesens contemporáneo, sabe que hay que creer a Elliot a pies juntillas.   

Por lo demás, hace una hora, también me proponía teclear sin demora una explicación racional a otra paradoja definitivamente irracional: que los contados diputados que no desean proscribir el español en las aulas sí se lo prohíban a sí mismos en la tribuna de oradores. Porque para mí tengo que alguno de esos se dejaría cortar las orejas de grado, antes que usar allí la lengua de Rajoy. Razón de que otras dos conjeturas peregrinas me sigan retrasando en la entrega de este artículo. A saber: O los de Piqué barruntan que el Parlament es un sórdido tugurio, indigno de ennoblecerse con los ecos de la Gramática de Nebrija. O, al igual que los nacional–sociolingüistas del Tripartito, consideran que las lenguas gozan de derechos inalienables, y que sus hablantes viven sometidos a obligaciones para con ellas. Es decir, que como todos los animistas que en el mundo han sido, también crean que los idiomas son algo más que simples sistemas abstractos de signos, que sólo poseen –si tienen suerte– seres humanos que los usen.

Resumiendo, podría haber terminado de trabajar hace noventa minutos si hubiese recordado entonces el diálogo definitivo de “Alicia en el país de las maravillas”:

–Cuando yo uso una palabra –dijo Humpty Dumpty– esa palabra significa –lo que yo quiero que signifique.
–La cuestión es –dijo Alicia– si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas distintas.
–La cuestión –replicó Humpty Dumpty– es saber quién manda. Eso es todo.

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