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José García Domínguez

Contra Daniel Sirera

Constatado queda que al neolíder del PPC sólo le resta pedir perdón –de rodillas– a los deudos de Blas Infante para situarse ya a la altura de los que lo nombraron. Un perdón que, por cierto, los que alguna vez creímos en Sirera no nos concederemos nunca.

Hay que ver cómo pasa el tiempo. Hace apenas dos años, cuando uno quería saber del señor Daniel Sirera se abocaba a penosas indagaciones con el auxilio de un microscopio. Y es que el señor Sirera habitaba por entonces en un universo tan minúsculo que su mera existencia resultaba imperceptible a simple vista. Mas, he ahí que sólo veinticuatro meses después don Daniel se ha crecido tanto que, ahora mismo, incluso es menester subirse de puntillas sobre varios tomos del DRAE si se pretende entrever el significado de las genialidades que pregona en los papeles.

Sin ir más lejos, la presunta esperanza blanca del PP catalán acaba de espetarle a un atónito redactor de La Vanguardia: "Espero que el Constitucional haga una resolución interpretativa, pero que no nos quedemos sin Estatut. Eso sería un desastre". Lo dicho, acudamos en busca de auxilio al diccionario con tal de descifrar el arcano. Allí descubriremos que con la voz "interpretar" se denota la acción de "explicar o declarar el sentido de algo, y principalmente de un texto". Está claro: para nuestro heroico tamboliler de Génova constituiría un desastre sin paliativos que el Tribunal tocase una sola coma de esa bazofia que cocinaron al alimón entre Z, Mas, el pío Duran y Carod Rovira. ¿Y para ese viaje a ninguna parte nos hacían falta las alforjas de Sirera?

Pero no crea el lector que terminó ahí la lección magistral de hermenéutica marianista. No, no, aún hubo más. Así, el camaleónico don Daniel depuso a continuación que "no entra dentro de la lógica que ahora el Constitucional modifique el texto". A ver si lo he pillado. Veamos, lo lógico fue, primero, reunir cuatro millones de firmas de cuatro millones de incautos contra una ley orgánica que, hasta hace cinco minutos, resulta que rompía España; segundo, expulsar por la puerta del servicio a un hombre de la categoría de Josep Piqué, que les da cien vueltas a todos los políticos catalanes juntos, porque se mostraba algo tibio ante semejante engendro; y, tercero y último, encumbrar desde la nada a Sirera para que nos confesase que tranquilos, que la aparente tragedia no era más que un jocandi gratia, apenas otra bromita para mantener entretenida a la afición durante la hora del recreo.

¿Voy bien, Dani? ¿No me extravío en ningún eslabón de la cadena lógica? En fin, constatado queda que al neolíder del PPC sólo le resta pedir perdón –de rodillas– a los deudos de Blas Infante para situarse ya a la altura de los que lo nombraron. Un perdón que, por cierto, los que alguna vez creímos en Sirera no nos concederemos nunca.

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