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José García Domínguez

Defensa del bipartidismo

Por lo visto, si ocupasen el Gobierno veintisiete partiditos todos seríamos felices y comeríamos perdices.

España, país que no ha producido ni una sola aportación original al pensamiento político de Occidente desde Adán y Eva, es, sin embargo, la madre patria de los arbitristas. Aquí, es sabido, todo el mundo conoce la fórmula secreta para acabar de un plumazo y sin esfuerzo con los males seculares de la nación. Desde las barras de los bares a las redacciones de los periódicos, la de arreglar España semeja una asignatura tan sencilla como coser y cantar. Así las cosas, la última moda en materia de milagrosos ungüentos amarillos consiste en el repudio feroz del bipartidismo. Por lo visto, si ocupasen el Gobierno veintisiete partiditos en lugar de los dos mayoritarios que se turnan en La Moncloa todos seríamos felices y comeríamos perdices. Eso sí, a nadie se le ocurra pedir una mínima coherencia lógica a nuestros diletantes regeneradores.

Y es que, si tan funesto resulta ser el bipartidismo, ¿a qué viene la rendida admiración por el diseño institucional de los Estados Unidos o el de Alemania, países ambos bipartidistas hasta el tuétano? Bipartidista, y muchísimo más que España, es también el Reino Unido. Y Francia. Y Noruega. Y Suecia. Y Austria. Y Canadá. Y… De hecho, bipartidista es todo el mundo más o menos civilizado, salvo Italia e Israel. ¿Y acaso luce mucho menos corrupta la política italiana por la evidencia contrastada de que el sistema electoral haga ingobernable al país desde hace medio siglo? Por lo demás, se abjura con santa ira del bipartidismo y, al tiempo, se vindica el modelo de pequeños distritos uninominales, donde, según reza la célebre leyenda urbana, el elector conoce a su representante.

Esto es, se rechaza el bipartidismo y se sueña con un método, el mayoritario, que provoca en todas partes el más radical de los bipartidismos. En el fondo de esa inmensa empanada mental lo que late es la confusión entre bipartidismo y partitocracia, asuntos que nada tienen que ver entre sí. Porque la lacra hispana remite a la apropiación partidista de la esfera institucional, no al sistema de partidos. Al cabo, el problema no es que gobiernen PP o PSOE, sino que los grupos políticos decidan desde la composición del Consejo General del Poder Judicial hasta el nombre del tío que manda en el Orfeón Donostiarra, amén de la Junta Directiva de la Cofradía del Santo Cristo de las Ánimas. Y eso no depende de que primen dos o doscientas siglas en la Administración, sino de la debilidad crónica de nuestra muy anémica y enclenque sociedad civil. Pero ése es otro cantar.

En España

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