Justo el día siguiente de que Ben Laden lanzase desde Afganistán su ataque contra las Torres Gemelas, Pasqual Maragall sintió la necesidad imperiosa de convocar a los periodistas para justificar el genocidio. “Había un elemento muy importante de rencor con base real”, declaró entonces nuestro estadista. Pero no sólo los friquis que ahora mandan en Cataluña aprovecharían el momento para exhibir en público la verdadera trastienda moral de su pensamiento. El Once de Septiembre y el posterior desalojo del poder de los estudiantes de teología, supondrían el punto de partida retórico de la nueva ortodoxia del fanatismo antiamericano que Zetapé encabeza en Europa. Fue poco después de aquello, mientras desfilaba sonriente bajo las pancartas de los amigos del mulá tuerto y de Sadam Husseim, cuando intuyó que Tony Blair es un “gilipollas” y decidió patentar esa factoría del sentimentalismo kitsch tan suya. El arsenal de emociones prêt à porter que desde entonces arroja obsesivamente contra el nudo ético que une a las sociedades libres con los valores tradicionales de Occidente.
Islamofilia, antiamericanismo y judeofobia forman los tres condimentos básicos de esa sopa boba intelectual que además alimenta a la coalición entre Rodríguez y los grupúsculos antisistema que lo mantienen en La Moncloa. Porque, muerto y enterrado el viejo sujeto revolucionario –la clase obrera–, nuestra izquierda acaba de descubrir que Alá es grande. Tan grande que Zetapé ya ha encargado la promoción de su Alianza de Civilizaciones a Máximo Cajal, el tipo que sueña con ofrendar Ceuta y Melilla al Sultán de Marruecos y Comendador de los creyentes, Mohamed VI. Y es que Alá es casi tan grande como el padrecito Stalin. De ahí que el Partido Socialista se haya lanzado a practicar con él idéntica política de doble moral y ambigüedad calculada a la que mantuvo con la patria de todos los proletarios antes de la caída del Muro.