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José García Domínguez

Detroit

Ese páramo urbano es algo más que un espectro de cemento armado, 'laissez faire' y sabor a derrota.

Ese páramo urbano es algo más que un espectro de cemento armado, 'laissez faire' y sabor a derrota.

Pequeños grupos de refugiados de Irak y Somalia, los únicos que aún acceden a vivir allí, vagando ociosos por sus avenidas desoladas. 78.000 edificios vacíos. Rascacielos abandonados por cuyos alrededores merodean perros y zorros en busca de comida. Venerables fábricas, el orgullo del viejo capitalismo taylorista, incendiadas y en silente soledad. Farolas que se olvidaron hace años de dar luz. Trenes que pasan de largo sin conceder detenerse en la que fue su estación central. Detroit, un desierto de hormigón y ventanas rotas. El sueño americano convertido en un escenario de Mad Max. Es lo que queda de la tercera metrópolis de Norteamérica antes de que el 65% de la población emprendiese la huida. Qué lejos los días de vino y rosas, cuando Henry Ford, el gran señor de la plutocracia de la ciudad, se permitía encargar enormes murales alegóricos de su poder al más comunista de los comunistas del continente, Diego Rivera, el marido de Frida Kahlo.

Detroit, otra utopía declarada en suspensión de pagos. Pero también el retrato en sepia de lo que pudo ocurrir entre nosotros. Porque ha habido muchos candidatos a Detroit lejos de Detroit. Bilbao pudo ser Detroit. Gijón pudo ser Detroit. Manchester pudo ser Detroit. Todas las ciudades europeas que pasaron por los procesos de reconversión industrial de los ochenta –recuérdese, la minería, la construcción naval, la siderurgia, el textil– pudieron ser Detroit. No lo fueron porque el Estado asumió el coste. Alguien tiene que pagar cuando un gran sector, como el del automóvil por ejemplo, se desmorona. En Europa lo hacen los contribuyentes. En Estados Unidos, la civilización.

En USA, la carga económica de las prejubilaciones recae de modo íntegro sobre las empresas. En consecuencia, cuando General Motors y las demás quebraron, sus antiguos empleados se fueron de cabeza a la ruina con ellas. Después, ya indigentes, hicieron la maleta y partieron hacia otro lugar. Así mueren las ciudades cuando todos los trapecistas saltan sin red. ¿Es lo mejor? Para la variante anglosajona e individualista del capitalismo, sí. Para otros, no. Ese páramo urbano es algo más que un espectro de cemento armado, laissez faire y sabor a derrota. Es también la metáfora de la lucha por la competitividad y la hegemonía entre dos concepciones opuestas del capitalismo. De cuál acabe por imponerse dependerá que en el futuro veamos muchos más Detroit. O no.

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