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José García Domínguez

El enigma de los García

Tras la hegemonía de los garcías se esconden las claves sin las cuales se antoja imposible comprender el catalanismo político desde su mismo nacimiento, hace ahora cien años.

Desde ese pertinaz desconocimiento que en el caso de lo catalán siempre suele oscilar entre lo oceánico y lo enciclopédico, un par de publicaciones madrileñas han ocupado sus portadas navideñas con sendas sensacionales exclusivas acerca de los otros garcías. "Cataluña, una nació de garcías", proclamaba la primera con gran asombro tipográfico; mientras pareja perplejidad patronímica venía a expresarse en la segunda. Parece, pues, que a Madrid ya ha llegado la nueva de que García, Martínez, López, Sánchez y Fernández son, por ese orden, los apellidos más comunes en Cataluña desde hace medio siglo. En fin, se ve que algo vamos avanzando.

Mas guárdese el lector de creer que nuestro particular asunto, el de los garcías con barretina, supone anécdota baladí, apenas una distorsión del orden natural en el listín telefónico fruto de la inmigración posterior al Plan de Estabilización. Muy al contrario, tras la hegemonía de los garcías se esconden las claves sin las cuales se antoja imposible comprender el catalanismo político desde su mismo nacimiento, hace ahora cien años. Y es que sólo la constante afluencia de tanto García a la región puede explicar los dos aspectos más desconcertantes de la intrahistoria de la Cataluña contemporánea. Por un lado, esa obsesión casi enfermiza de los nacionalistas con la cuestión del idioma; por otro, la aparente paradoja de que la gran masa castellanohablante jamás se haya sublevado, a pesar de su evidente marginación lingüística.

Ocurre que el catalán no alcanzó el que era su destino seguro, o sea la extinción y el olvido, precisamente por nuestra culpa. Al cabo, fuimos nosotros, los García, los Pérez y los Martínez quienes logramos sacarlo de la UVI cuando ya todos los filólogos le habían impartido la extremaunción junto a su primo hermano, el difunto provenzal. Cataluña, conviene no olvidarlo, es uno de los mayores melting pot del planeta. Aquí, si se rasca un poco, hasta la tercera generación, no se salva ni la Moreneta: todos somos charnegos. "Cataluña quizá sea una nación milenaria, pero los catalanes somos unos recién llegados desde otra parte", suele repetir Jesús Royo Arpón, ese catedrático de lengua catalana al que su propio partido le mandó a la Policía con tal de impedir que distribuyese Argumentos para el bilingüismo (Montesinos, 2000), su último libro, en el congreso del PSC.

Bien, pues basta un solo párrafo de ese texto para descifrar todas las claves del enigma: "La lengua, que estaba en las últimas y a punto de ser abandonada como un trasto inútil, de repente se tornó muy útil: funcionó como marca diferencial entre los nativos y los forasteros. Y eso, evidentemente, tenía consecuencias en cuanto al reparto de los bienes sociales, o sea, del poder (...) Los que tienen el catalán como lengua materna lo valoran como una marca entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. Y el inmigrante lo valora aún más, como el medio para ascender un peldaño en la escala social."

Así de simple. Así de chusco. Así de triste.

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