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José García Domínguez

El hombre de acero

Todas aquellas plantaciones de arroz que flanqueaban la línea del tren presidencial serían falsas. Trataríase de tallos arrancados de su lugar original y “plantados” allí con el único fin de impresionar al líder.

“Con Mao, muchas de las protestas de hoy no se habrían escuchado.” José María Marco

¿Por qué no crece la producción agrícola de Hunan? ¿Por qué los camaradas de Hunan sólo logran una cosecha al año? Ayer estuve en Hangzhou, que posee idénticas condiciones naturales, y allí obtienen dos cosechas de arroz.

Furioso, Mao no espera a escuchar las excusas del secretario local del Partido y sube a su vagón dejándolo con la palabra en la boca. Salvo allí, en Hunan, el espectáculo que había contemplado desde su vagón era extraordinario. A lo largo de centenares de kilómetros de vía, interminables hileras de campesinas entonan eufóricas himnos revolucionarios mientras trabajan en la que, sin duda, debía ser la mayor cosecha de la historia.

Por lo demás, no se veía un solo hombre en aquellos campos. Habían abandonado las labores del campo para volcarse en un esfuerzo mucho más importante: alimentar los “hornos”. Precarias construcciones artesanales de apenas tres metros de altura que engullían con voracidad insaciable todo tipo de utensilios domésticos —ollas, palas, cuchillos, sartenes…—, metales que, una vez fundidos, se transformaban en unas pepitas amorfas a las que los mandos de las comunas se obstinaban en llamar “acero”.

Junto con el invierno llegarían los primeros rumores a Pekín. Una gran hambruna estaría provocando decenas de miles de muertos. Según la especie, gran parte de la cosecha se había dejado pudrir en los campos: a falta de hombres, las mujeres y los niños no podrían haber realizado ese trabajo que requiere de un esfuerzo físico agotador. Además, al estar fijados los impuestos en base a una producción que se habría falseado al alza para no sufrir las represalias del Gobierno, con su pago se estaría dejando a los campesino completamente desabastecidos de los mínimos para la supervivencia.

Algunos incluso aseguraban que las autoridades regionales habrían escenificado la mayor representación teatral de la historia para un único espectador: Mao. Así, todas aquellas plantaciones de arroz que flanqueaban la línea del tren presidencial serían falsas. Trataríase de tallos arrancados de su lugar original y “plantados” allí con el único fin de impresionar al líder. En cuanto a los preciados “hornos”, el runrún propalaba que en realidad no servían para nada, y que las “muestras de acero” que Mao había visto con sus propios ojos a lo largo del viaje no procederían de ellos, sino de la única factoría moderna de la que disponía China.

Era evidente: los bulos estaban llegando demasiado lejos; se imponía refutarlos cuanto antes. Dicho y hecho. Tras su regreso urgente a Pekín, Mao publicó en el Diario del Pueblo un durísimo artículo en el que atribuía los rumores a “la camarilla de derechistas que quieren enfriar el entusiasmo revolucionario de las masas”. Pocos días después llegarían las primeras purgas. Acababa de empezar la Gran Revolución Cultural Proletaria.

Por cierto, una de sus primeras víctimas fue el secretario del Partido en la provincia de Hunan.

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