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José García Domínguez

El Manifiesto

La virulencia de la reacción de la elite nacionalista ante a la iniciativa de unos simples particulares para promover un partido constitucional sin complejos es la penúltima muestra de ese afán liberticida que anima al movimiento catalanista

Si algo caracteriza a los regímenes totalitarios es la tipificación del disidente como criatura enajenada. Así, quien no participe de los dogmas del sistema será tratado como un enfermo mental cuya patología constituye un factor de riesgo epidémico; peligro que habrá de ser atajado cuanto antes por el bien de todos, incluido el propio extraviado. El hereje, en su locura, se asirá a la fantasía de que sus síntomas asociales son producto de aplicar la razón a la comprensión de la realidad. Pero los guardianes de la ortodoxia jamás accederán a rebatir ni uno de sus argumentos. Y no lo harán porque saben que lo que él cree ideas, no son más que manifestaciones externas de una dolencia moral grave catalogada por las autoridades. He ahí la razón de que la URSS eligiera internar a los opositores en hospitales psiquiátricos, de que China siga llamando “centros de reeducación” a sus campos de concentración para presos políticos o de que, en Cataluña, se prescriba la muerte civil a cualquiera que se declare antinacionalista.
 
La causa de esa incapacidad intelectual de los totalitarismos para admitir el rechazo en sus súbditos procede de la otra gran seña de identidad que comparten: el negarse a sí mismos, en tanto que meras ideologías. Los sátrapas nazis y comunistas se percibían como productos necesarios de las leyes inmutables de la Historia o de la Biología; y no eran cínicos al pregonarlo, lo pensaban realmente. De idéntico modo, los catalanistas creen a pies juntillas que ellos son la única emanación política legítima de algo que toman por la identidad espiritual del pueblo. Y es que en la psique del totalitario, el repudio al dominio que él ejerce, únicamente puede tener dos orígenes: o la conspiración extranjera o una pandemia sanitaria.
 
La virulencia de la reacción de la elite nacionalista ante a la iniciativa de unos simples particulares para promover en nuestra región un partido constitucional sin complejos es la penúltima muestra de ese afán liberticida que anima al movimiento catalanista. Empezando por el presidente de la Generalitat, pasando por los alguaciles mediáticos de la Esquerra y terminando en el más humilde escribidor en nómina de CiU, con los nervios, estos días se les está escapando la verdad de entre los labios a todos. Como ya es costumbre, el más torpe a la hora de revelar el fondo genuino de su pensamiento ha vuelto a ser Maragall. Fiel a sí mismo, con el verbo abrupto de rigor acaba de mentar en el Parlament la sombra de un “caballo de Troya”, anunciando acto seguido que es el tiempo “del patriotismo”. Por su parte, el boletín de la Esquerra que dirige un asesor personal de Carod, nos da pistas de cómo habrán de activar tan perentorio patriotismo: “Es necesario que los catalanes nos preparemos frente a esa ofensiva y actuemos con contundencia”, editorializaba la semana pasada. Mucho más inteligentes y sutiles –hay que reconocerlo–, los monaguillos de Pujol prefieren la insidia ad hominen: Boadella, ya se sabe, es un inmaduro emocional; tal firmante, un impostor intelectual porque en Google no aparecen libros firmados por él; el otro, qué me vas a decir tú a mí, si siempre ha sido un pijo de Pedralbes resentido…
 
En fin, esos quince ciudadanos firmantes del Manifiesto, paritaria mezcla de agentes infiltrados del enemigo español y enfermos crónicos con ADN autóctono, se presentarán en público el martes, en Barcelona. Que el dios de la tribu nos coja confesados: la cola de los cirujanos de hierro que se ofrecen voluntarios para cortar de raíz la infección, a estas horas ya da varias vueltas a la Plaza Real.

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