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José García Domínguez

Elogio de Ada Colau

Barcelona es una ciudad demasiado grande para ese país demasiado pequeño con que fantasean nuestros micronacionalistas de andar por casa.

Barcelona es una ciudad demasiado grande para ese país demasiado pequeño con que fantasean nuestros micronacionalistas de andar por casa.
EFE

Barcelona es una ciudad demasiado grande para ese país demasiado pequeño con que fantasean nuestros micronacionalistas de andar por casa. Por eso la han tenido históricamente por un territorio hostil, la Babilonia impura y herética que urge evangelizar en la fe verdadera de la comunión catalanista. En el fondo, la odian. Can Fanga, la Rosa de Fuego, por cuyos callejones angostos nunca ha dejado de vagar la sombra de Durruti, genuina madre patria de los viejos anarquistas, es territorio comanche para ellos. Algunas veces, pocas, la han gobernado, pero nunca la han poseído. Ni la poseerán. Barcelona siempre se les ha resistido. Y ahora lo ha vuelto a hacer.

Nadie lo dude, si Ada Colau decidiese algún día asomarse al balcón de la Plaza de San Jaime sería para proclamar la Comuna, no la independencia. Y nuestros abatidos patriotas de hojalata lo saben. De ahí que anden tan consternados a estas horas. Porque sin Barcelona, es evidente, no hay proceso. Y Barcelona, es más que evidente, no está por la labor. A fin de cuentas, Colau ha entendido algo muy simple, a saber, que cuando el debate público gira en torno a las identidades, esos brumosos espectros metafísicos, la izquierda pierde. Y que, por el contrario, cuando se apela a la prosaica realidad, a la vida cotidiana de la gente, tiene una oportunidad de ganar. Y esas cosas, una vez aprendidas, no se olvidan con facilidad.

Tras la marca Colau se alinean dos tradiciones políticas seculares en Cataluña, ajenas ambas al independentismo. Por un lado, la que procede del PSUC, el peculiar comunismo catalán tan impregnado en todo momento de Gramsci y el marxismo italiano. Por otro, la libertaria que se quiere heredera del espíritu cenetista siempre presente en la memoria sentimental de esta ciudad. Créame, lector, a cualquier catalán que se sienta hijo putativo de alguna de esas corrientes ideológicas una señera estelada le suscita la misma emoción que una salchicha de Frankfurt. No es casualidad que en la fiesta de celebración de la victoria no hubiese ninguna. Repito, ni una. Eso sí, tan lúcido como de costumbre, el Madrid que honró con el título de Español del Año al jefe de los verdaderos perroflautas anda preocupadísimo porque los promotores de la secesión han sido desalojados del poder en Barcelona. Que Santa Lucía les conserve la vista.

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