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José García Domínguez

En 2014 que bailen la conga

Más del noventa y cinco por ciento de los habitantes del país petit nos quedamos durmiendo la siesta en casa el gran día histórico.

Parecen muchos, sí, pero siempre son los mismos. Los mismos, ni uno más. Pongamos, y ya es mucho poner, que esta vez hayan reunido a unos trescientos cincuenta mil cruzados de la causa en fila india. ¿Y qué? Eso no llega ni al cinco por ciento de la población de Cataluña. Ni siquiera un miserable cinco por ciento. ¿Dónde está el clamor unánime? ¿Dónde la hazaña memorable? ¿Dónde el pueblo legendario en marcha? Más del noventa y cinco por ciento de los habitantes del país petit nos quedamos durmiendo la siesta en casa el gran día histórico. Como igual acontece todos los años llegada la fecha, por cierto. Porque no somos una nación, sino un bostezo. Un inmenso bostezo hastiado. Este año les ha dado por tirar de la cadena. Bien, el próximo pueden hacer el pino. O bailar la conga. Al cabo, montar números y armar ruido es lo suyo.

A falta de otra pericia, saben gritar. En alguna parte le he leído a Michael Ignatieff que el nacionalismo es un discurso que grita no para ser escuchado, sino para convencerse a sí mismo. Como si el continuo crescendo de sus voces estuviera en relación directa con la secreta conciencia de que todo es una gran farsa. Farsa sus infinitos agravios inventados. Farsa su eterno victimismo lloriqueante. Farsa su distorsión esperpéntica de los hechos escritos en la Historia. Farsa sus juegos malabares con saldos, balanzas y estadísticas. Farsa su impostada lealtad a las normas de la democracia; de la democracia parlamentaria y constitucional, la única que existe. Porque hay algo más que una estridencia estética en esos nuevos curas carlistones a los que solo falta el trabuco, esos mosens que andan tocando las campanas por ver de amotinar a la feligresía contra las leyes legítimas de un Estado democrático y liberal.

Es sabido, por lo demás, que tras la emoción nacionalista se esconde un sucedáneo de la fe religiosa. Una fe como la de sus ancestros, los inquisidores, que no tolera disidencias ni herejías. Por eso la incomodidad apenas velada de los nacionalistas para convivir con los principios más elementales de la democracia. Los amos de las cadenas únicamente toleran el monólogo. Al punto de que en eso consiste la democracia catalana: ellos hablan y los demás callamos. Un sesgo dirigista, el suyo que se extiende desde la catequesis tribal en los manuales escolares hasta la institucionalización del agit-prop en eso que llaman "ámbito catalán de comunicación", semántica de inequívocas resonancias norcoreanas. He ahí la genuina cadena catalana, la que agita sus eslabones todos los días del año para garantizar el derecho a la invisibilidad, cuando no a la muerte civil, a cuantos rehúsen abrazar el no-pensamiento único. Venga, companys, en 2014 la conga.

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