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José García Domínguez

Gracias, Felipe

Una pose, la de aquellos indocumentados que arribaban decididos a enterrar a Montesquieu en cal viva.

"Cien años de honradez y cuarenta de vacaciones", clamó un veterano dirigente del PCE en viendo las vallas que mostraban a González disfrazado con unas canas falsas de estadista mejicano y escoltado por el espectro hierático de Pablo Iglesias. Apenas faltaba un cuarto de hora para que al Clan de la Tortilla le cayera el Estado todo en las manos. Sin preparación académica, sin experiencia laboral, sin haber superado filtro alguno, sin más convicción ideológica que el hambre de poder, sin creerse su suerte, el 28 de octubre de 1982 aquella alegre troupe se iba a encontrar con un país entero rendido sus pies. Ellos, que nada tenían que ver con la izquierda pata negra, la del auténtico pedigrí antifranquista, ya por entonces en vías de extinción.

Y es que, en realidad, el PSOE había surgido de la progresía, no de la izquierda. Eran los progres, palabro del que tanto gusta ahora la derecha juvenil y que, por cierto, se inventó un columnista de El País, Juan Cueto, durante una noche de copas en el difunto Bocaccio de la igualmente difunta Barcelona. La progresía y la izquierda, dos mundos que, en origen, no tenían nada que ver entre sí. A fin de cuentas, la izquierda –aún– era una ética. En cambio, la progresía, igual entonces que ahora, nunca pasó de ser una estética. Una pose, la de aquellos indocumentados que arribaban decididos a enterrar a Montesquieu en cal viva. Con ellos llegarían los cafelitos del hermano de mi henmano y todo lo demás.

También el aluvión que acudió al rico olor de una vida fácil a la sombra del Presupuesto, una clase dirigente improvisada para la que fuera del partido no existía nada. Y detrás tampoco. El vivero del que había de surgir Zetapé. Allá por los años veinte, Camba había dado con la clave del fin de la política al escribir que ya no son los electores quienes eligen a los candidatos, sino los candidatos quienes eligen a los electores. Aunque, aquí, hubo que esperar al Bambi de León para comprobarlo. La res publica rebajada a prosaica mercadotecnia orientada a comercializar una marca gracias a estímulos emocionales básicos. La nada, el puro humo elevado al poder. De rodillas deberían pedir perdón.

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