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José García Domínguez

La broma catalana se ha acabado

Señores, se acabó la broma. No va a haber ningún referéndum el 9 de noviembre. Punto.

Señores, se acabó la broma. No va a haber ningún referéndum el 9 de noviembre. Punto.

Señores, se acabó la broma. No va a haber ningún referéndum el 9 de noviembre. Punto. Lo acaba de admitir sin ambages incluso Ferran Requeijo, el catedrático de Ciencia Política que elabora la doctrina jurídica del mismísimo Consejo para la Transición Nacional. Pero es que tampoco va a haber ningunas elecciones plebiscitarias, esa imprecisa extravagancia conceptual, después del 9 de noviembre. Y no las va a haber por dos poderosos motivos. El primero es porque, en el fondo y en la forma, nadie sabe a ciencia cierta en qué demonios consiste eso. Añádase a la confusión de partida otra nada desdeñable anomalía, ésta de orden técnico. Y es que Cataluña resulta ser la única comunidad que no dispone de ley electoral propia. Pujol nunca quiso que existiera para así poder beneficiarse de una norma, la estatal, que privilegia con descaro a las comarcas rurales y semidespobladas frente al área metropolitana de Barcelona, donde se concentra la mitad de la población total.

Ese acusado sesgo a favor del agro y las zonas del interior deslegitimaría de partida cualquier intento de hacer pasar por un sucedáneo de referéndum el dictado de las urnas autonómicas. ¿O alguien podría tomar en serio un cómputo en el que el voto de un pastor de la Lérida profunda valiese más que el de dos habitantes del Ensanche de Barcelona? Y elaborar una legislación autóctona, asunto para el que se requiere una mayoría cualificada similar a la exigida para la reforma del propio Estatut, conllevaría una debacle en escaños hoy inasumible para Convergència. Pero es que existe otro condicionante añadido, éste estrictamente político, que convierte en temeraria cualquier tentación de asomarse al balcón de la Plaza de San Jaime con un afán que no fuera el de tomar el fresco. Porque conviene no olvidar cómo se ha venido haciendo aquí la construcción nacional de treinta años a esta parte: con una estelada en la mano derecha y un fajo de talones al portador en la izquierda.

Desde los Justos Molineros que mantienen adormecidos con coplillas y fandangos a los andaluces del Bajo Llobregat hasta los liberados de la ANC o los agitadores de las tertulias de TV3, el inmenso entramado clientelar sobre el que se asienta el proceso soberanista requiere de un flujo continuo de dinero fresco. Porque Cataluña quizá sea una nación, sí, pero de mercenarios. Sin los ingentes caudales públicos que todos los días sostienen en pie el tinglado de la sociedad civil Potemkin el globo separatista se desinflaría en apenas semanas. De ahí que ni Mas ni Junqueras se puedan permitir el lujo de que el Estado aplique el 155 ante un hipotético desbordamiento del marco legal por su parte. Sería un suicidio. Lo dicho, se acabó la broma.

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