Sólo la pronuncian cuando no hay ante la cámara ni intrusos de fuera ni forasteros del Carmelo. A Pujol, el pionero en recurrir al método austriaco para horadar la moral civil catalana, le place sobremanera. Jamás renuncia al goce de repetirla en público siempre que se tercie una de esas ocasiones. Y lo mismo sucede con los demás, empezando por los Maragall, Duran Lleida, Clos, Carod, Nadal o Mas, y acabando por el último patriota con cochecito oficial. Al deletrear el mantra, indefectiblemente, a todos se les ilumina la mirada. Incluso, escuchándolos en tal trance, el inadvertido la podría tomar por un afrodisíaco retórico. A tal punto los excita usar la frase a casa nostra (en nuestra casa).
El verano pasado, los de la Casa Nostra festejaron fraternalmente que un delincuente común condenado por la Justicia, Josep Maria Sala, fuese elevado a la Ejecutiva del PSC. Felip Puig, el de CiU que firmó el jugoso supercontrato de la línea 5 del metro, declaró entonces que aquello de Filesa no había sido para tanto. A ojos de la Casa Nostra, nunca nada es para tanto; eso de los mil barceloneses tirados en la en la calle, tampoco. De ahí que Nadal, el del PSC que rubricó el cambio de la estación, nada grave reproche a Puig, y Puig, que también es un gran señor, no exija ni en broma la dimisión de Nadal. Como debe ser, como siempre ha sido. Como está mandado que sea en las viejas leyes no escritas de casa nostra.
Y es que la única obsesión de todos reside en tapar como sea el agujero. Porque de lo otro no hay más que decir. “Ha sido una catástrofe natural”, certificó ayer el director de GISA, la empresa pública que coordina las obras. La culpa de todo, pues, corresponde única y exclusivamente la Naturaleza. En consecuencia, algún juez progresista habrá de instruir urgentemente diligencias contra la montaña, y el Ayuntamiento deberá declararla montículo non grato en su próxima sesión plenaria. Punto.