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José García Domínguez

La foto

¿Entiende ahora por qué usted, iluminada por complacientes focos, envuelta en exquisitas gasas y tunneada por avezados artesanos del Photoshop apenas suscita algo más que cristiana compasión?

La instantánea de esa mujer haciendo el ridículo en la portada del periódico. Etérea, incierta, una comicidad triste sobrevuela toda la escena. Un algo vago que fuerza la sonrisa amarga en el observador sensible. Arduo definirlo. Y es que va mucho más allá del pretendido erotismo impostado de la pose. E igual trasciende la fallida sensualidad del gesto, la tosca, desnuda obviedad de la intención. Cuánta vergüenza ajena, la que cabría en cada pliegue de esa mirada compasible que se pretende insinuante.

No, tampoco se trata de la crueldad desalmada de la cámara. Aunque también. Al cabo, lo que en verdad fuerce a reír y llorar a un tiempo, quizá sea la audaz desmesura del propósito. Ese enternecedor abismo entre medios y fines. Lo quijotesco de la acometida, en el fondo, contra una injusticia metafísica. La inútil rebeldía del quiero tratando de echarle un pulso al no puedo. Tan inesperada. De ahí la risa. Torrencial. Unánime. Exactamente, la misma que provocaría cualquier Belén Esteban subrayando una nota a pie de página en La crítica de la razón pura desde la atalaya del Diez Minutos, o, que sé yo, Marujita Díaz refutando la tercera ley de la termodinámica ante el distinguido público de La Noria. Universal. Igual. Incontenible.

Nada impresiona menos que una conducta meticulosamente diseñada para impresionar. Muy al contrario, sólo el gesto espontáneo que no busca producir impresión, consigue impresionar. Esa aparente paradoja encierra el gran secreto. Apréndalo, Santamaría. ¿Por qué cree acaso que los súbditos de la Antigüedad clásica se mostraban tan predispuestos a admitir el carácter divino de sus gobernantes? No vaya a pensar que era por el pan y el circo; ya sabe, el fumbol, las raciones de porno blando en Telecinco y el Plan E. Qué va. Simplemente, a los Césares les traía sin cuidado la impronta que pudieran marcar en lo que antes se llamaba populacho y ahora, público objetivo o target.

Y eso, créame, lo demás lo captan. Captan cuando una expresión resulta auténtica porque se despreocupa de la opinión ajena y consecuente, no mide el efecto que ha de provocar en ella. ¿Comprende? ¿Entiende ahora por qué usted, iluminada por complacientes focos, envuelta en exquisitas gasas y tunneada por avezados artesanos del Photoshop apenas suscita algo más que cristiana compasión, mientras que, por ejemplo, María San Gil seguiría siendo admirada a su paso aunque sólo se adornara con los jirones de un viejo saco de yute? 

¿Sí? ¿Lo pilla? Pues, da igual: ya es demasiado tarde.

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