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En la portada del libro más vendido en el último Sant Jordi, la gran fiesta cívica de la cultura catalana, aparece el autor en cuclillas y con los pantalones bajados. El literato Andreu Buenafuente está haciendo caca. Buenafuente, uno de los centenares de humoristas, graciosos, cuentachistes y simpáticos que se agolpan en las parrillas de los medios de comunicación autonómicos, fue públicamente amonestado hace unos días por Joan Majó, ex ministro felipista y actual mandamás en la televisión del tripartito. En concreto, se le afeó que en algunas de las gansadas que escenifica en su programa utilizase la lengua castellana. La reacción del escritor a esa crítica fue fulminante: al día siguiente concedió una entrevista para mostrar su agradecimiento por trabajar en TV3, según él, el medio más libre de todos los que existen en España (para ser precisos, dijo "en todo el Estado").
 
Hoy, si se exceptúa la página web de Arcadi Espada, en Barcelona no se ha publicado ni una sola columna de opinión que hable del informe sobre la prensa de la Generalitat. Bueno, miento: en la edición local de El Mundo, un periodista garabatea trescientas palabras para inmortalizar su condena a los que han filtrado el dossier. Mientras tanto, la obra de Buenafuente sigue haciendo furor entre la intelectualidad del Principado. "Repones un montón en el estante y a los cinco minutos ya está vacío otra vez", me cuenta un librero amigo.
 
Es el resultado de la nación de la señorita Peppis que construyó Pujol durante un cuarto de siglo. Esa realidad virtual, ese Matrix con barretina en el que ahora vivimos seis millones de personas no habría sido posible sin la cooperación entusiasta de todos los que ayer estaban muertos de miedo ante el folio en blanco. Son ellos los que lo han permitido. Ahora no duermen, pensando en si Miquel Sellarès, el pobre apparatchik al que se atribuye la confección de la lista negra, los habrá colocado entre los buenos o en apartado de los que deberán ser castigados.
 
Y es que si algo hay auténticamente transversal en la Cataluña que Pujol ha legado a Maragall es la voluntad de obedecer a quien controle el Presupuesto. El discurso de la servidumbre voluntaria, leído en Barcelona, es una obra costumbrista, Arniches en estado puro. El pujolismo fue el último gran experimento de ingeniería social que se intentó en Europa. Y funcionó. Pujol demostró que se podían colonizar todas las conciencias por una vía simple: dominar absolutamente todos los medios de comunicación de una sociedad. Ahora, la gente quiere pensar lo que necesariamente tiene que pensar. Eso es todo.
 
Tal vez sea una mera casualidad, pero ha querido coincidir el anuncio del proyecto de limpieza ideológica en Cataluña con una exposición sobre la Revolución Cultural china organizada por el Ayuntamiento socialista de Barcelona. Aquello ocurrió después de la campaña de las Cien Flores, cuando el Gran Timonel animara la crítica pública de la política del partido. Entonces, nadie puso en cuestión el monopolio del pensamiento único colectivista en la nación, pero algunos se insinuaron tímidos, hasta timoratos, lejos del entusiasmo que Mao hubiera esperado de ellos. De ésos, ninguno sobrevivió. Aquí, venimos de las Cien Campañas; las tres últimas, contra la COPE, contra La Razón y, por supuesto, contra el fascista Aznar. Todos han participado, y tampoco a nadie se le ha ocurrido poner en cuestión a la señorita Peppis. Pero también entre los nuestros hay tibios, reacios a la euforia que exigen sus nuevos dueños. Y lo pagarán. Van a perder algo que aprecian más que sus propias vidas: la subvención.

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