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José García Domínguez

Luis Bárcenas & Cía.

A falta de genuino patriotismo, mercancía de escaso tráfico en estos tiempos, aquí ha terminado por prender eso que llaman 'patriotismo de partido'.

A falta de genuino patriotismo, mercancía de escaso tráfico en estos tiempos, aquí ha terminado por prender eso que llaman 'patriotismo de partido'.

Parece ser que el contable Bárcenas, del PP, hizo algún dinero jugando a la bolsa en sus ratos libres. Unos veintidós millones de euros que ahora andan rondando de paraíso fiscal en paraíso fiscal. Hasta ahí la versión del emprendedor. Desprovista del patetismo histriónico de un Camps, el atildado dandismo provincial de un Ricardo Costa o el desparpajo macarra de el Bigotes, tan insípida, tan anodina, la figura del contable Bárcenas carece del menor interés analítico y mucho menos estético. Obviemos, pues, al de los manguitos y centrémonos en su circunstancia. A falta de genuino patriotismo, mercancía de escaso tráfico en estos tiempos, aquí ha terminado por prender eso que llaman patriotismo de partido, el más atávico de sus sucedáneos.

Entre nosotros, es norma juzgar los episodios de corrupción no por su naturaleza intrínseca sino por quién los protagoniza. La cuestión crítica nunca reside en el hurto, sino en la adscripción partidaria del delincuente, en si es o no de los nuestros. Pese a las rutinarias lágrimas de cocodrilo que derraman las jerarquías de los partidos llegado el caso, ante los conceptos civiles y civilizados de verdad y mentira siempre se anteponen en esta pobre península las voces nosotros y ellos. Por partitocracia responde tal enfermedad moral. No obstante, ni todos los políticos son iguales, ni el sesgo hacia la deshonestidad en la cosa pública ilustra un inevitable fatum hispano. La corrupción, simplemente, es la consecuencia de patrimonializar las administraciones sometiéndolas al fuero de los partidos.

Al cabo, las docenas de Bárcenas que han emergido a las portadas de los periódicos no hubiesen sido factibles sin unas burocracias públicas donde, desde el conserje al director general, todos dependen de alguna sigla partidaria. Conocer es cuantificar, manda un viejo adagio. Cuantifiquemos, entonces. El Estado ocupa a cuarenta y seis mil de sus mejores servidores en la vigilancia de los contribuyentes, sujetos pasivos todos de sus desvelos e insomnios. Cuarenta y seis mil, lo más granado de su infantería. Ese mismo Estado asigna al control del dinero de los partidos un total de diecinueve probos funcionarios del Tribunal de Cuentas. Ahí empieza y acaba la plantilla llamada a fiscalizar las cuentas –y los cuentos– de Bárcenas & Cía. Diecinueve, ni uno más. Para qué seguir. 

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