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José García Domínguez

Más que un club

Cataluña resulta ser el último rincón de la península donde aún pervive lo que en tiempos se diera en llamar 'franquismo sociológico'.

Que el Barça es más que un club, lema acuñado por el procurador en las Cortes franquistas don Narciso de Carreras, el que fuera presidente de La Caixa y del Fútbol Club Barcelona, amén de tío carnal, padrino y mentor político de Narcís Serra, se ha vuelto a constatar hace un rato. Tan colorista, el híbrido entre la Demostración Sindical del Primero de Mayo y las composiciones corales de Leni Riefensthal lo certifica. Al punto de que bastaría trocar la estampa algo anodina de Sandro Rosell por la siempre risueña del camarada José Solís Ruiz para retrotraernos al No-Do y aquellas concentraciones multitudinarias de adhesión inquebrantable al Caudillo.

Nada extraño, por lo demás. Y es que Cataluña resulta ser el último rincón de la península donde aún pervive, ahora bajo el manto del nacionalismo, lo que en tiempos se diera en llamar franquismo sociológico. Añeja forma de proceder que reflejaba la muy peculiar psicología del hombre común enfrentado al autoritarismo del Régimen. Por algo, e igual que cuando la dictadura, el díscolo ante la doctrina oficial tampoco merece la consideración de adversario político, sino la de enemigo de la patria; de la patria catalana, huelga decir. El franquismo inventó su anti-España, la siniestra conspiración judeo-masónico-comunista que, sin tregua ni descanso, maquinaba arteras conjuras contra nuestra dicha. Paranoia de la que el pensamiento hoy hegemónico en Cataluña apenas resulta mero trasunto.

Es sabido, en lóbregos sótanos de Madrit, abyectos españolistas pasan las noches en vela ingeniando viles maldades contra Casa Nostra. De ahí que toda crítica al nacionalismo devenga de facto en delito de connivencia con el enemigo exterior. Imposible comprender el clamoroso silencio de los corderos, el mutismo de la famosa sociedad civil ante el proyecto secesionista, sin saber de esa forma institucionalizada de coerción. A tales efectos, la catalana representa una democracia ejemplar, modélica: nadie discrepa en nada sustancial, y a quien se le ocurra se le invita a hacer las maletas y marcharse. Solo en una sociedad enferma podría ocurrir algo semejante: de los siete millones y medio de almas con que cuenta la plaza, únicamente tres personas, don José Manuel Lara y los Estopa, han manifestado en voz alta su repudio sin matices al independentismo. Ni con Franco.

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