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José García Domínguez

Montilla contra el corruto Duran Lleida

también hoy llueve en Barcelona. Diluvia como no se recuerda. A gritos. Con furia. Y cada vez más. Si continúa así, pronto las cloacas de Casa Nostra reventarán. Será inevitable.

“Me pongo la palabra en plena boca y digo: Compañeros. Es hermoso oír las sílabas que os nombran, hoy que estoy (dilo en voz baja) solo”. Llueve tras las rejas de la celda, pero son gotas de nostalgia las que caen sobre su memoria. Porque no deja de pensar en ellos ni un solo instante. Ni uno. Los compañeros, cuánto estarían sufriendo a su vez, allá, lejos, en el amargo confort sus hogares. De ahí que no se pliegue al olvido. Ni por un segundo. Nunca. Así, mientras redacta enfebrecido su “Diario de prisión” y calca al Blas de Otero que pedía la voz y la palabra, vuelve una y otra vez sobre ellos. Constante, obsesivamente. Quiere que sepan que en la penumbra gris del calabozo los tiene presentes en el corazón. Siempre. A todos. Mas, en especial, a uno. Y escribe: “Fui secretario de Organización hasta que me sustituyó de forma modélica José Montilla, hemos colaborado estrechamente en el PSC, sin que sea fácil distinguir mi actuación de la suya”.
 
Y continúa esa agua turbia, embarrada, golpeando contra los barrotes de su mazmorra. Y el convicto Josep Maria Sala sigue aferrado al recuerdo de los compañeros, como una enredadera. No los omite. Jamás. Ni en los sonetos. Transcribe al Milton del Paraíso perdido: “Enajenado en el cielo, canto más seguro con mi voz mortal, que no ha enronquecido ni enmudecido…”. Y ansía a toda costa que el verso les llegue. Pues los compañeros deberían comprender que la poesía es un arma cargada de futuro. Como, al final, entendieron todos. Aunque, en especial, uno. Por eso, el delincuente culmina tal que así sus memorias penitenciarias: “Después de despedirme de los funcionarios y de agradecer su trato correcto pero distante (…) cruzo las puertas de la prisión. Me esperan los medios de comunicación y José Montilla…”.
 
Josep Maria lo sabía: el compañero de la actuación indistinguible de la suya no le iba a fallar aquel día feliz. Como tampoco falló durante el juicio. Porque ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo, José Montilla Aguilera testificó bajo juramento su verdad y nada más que su verdad: el PSC no disponía de espacio donde guardar los archivos y papelotes, ni dentro de su sede de siete plantas, ni en el otro centenar largo de locales que posee. Corroboró, por tanto, lo alegado por Sala ante la ídem, cuando depuso haber comprado Filesa únicamente por aprovechar el espacio de sus oficinas como trastero. Y es que el compañero Sala no es un tipo de la calaña de, pongamos por caso, Duran Lleida, malandrín al que Montilla exige “de una vez por todas” que se retire de la vida política por corruto, que diría Pepiño. No, Sala es otra cosa. Es la poesía de Milton, algo que en un espíritu ilustrado, como el de Pepe Montilla, pesa mucho más que las sentencias firmes del Supremo. Razón de que el compañero Sala haya sido repuesto en la dirección del PSC por el nuevo secretario general, el compañero Montilla.
 
Por lo demás, también hoy llueve en Barcelona. Diluvia como no se recuerda. A gritos. Con furia. Y cada vez más. Si continúa así, pronto las cloacas de Casa Nostra reventarán. Será inevitable.

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