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José García Domínguez

¿Necesitamos un tribunal constitucional?

Cuando una ley contraria a la letra y el espíritu de la Constitución puede mantenerse vigente durante años, el problema no es la ley sino su custodio.

Como es sabido, en un alarde de alegre frivolidad veraniega el Partido Popular pasó de postular una muy perentoria reforma de la Constitución a desdecirse de tal propósito en el plazo de apenas una semana. En otro alarde paralelo, aunque de simple ignorancia en este caso, la señora Andrea Levy, del mismo partido, pretendió ridiculizar la posibilidad de que se suprimiese la institución del Tribunal Constitucional, sin duda tomando la idea por risible extravagancia improvisada. Lo que revela que, entre otros muchos tratados sobre la materia, Andrea Levy tampoco conoce la doctrina sobre el particular expuesta por el académico Santiago Muñoz Machado, acaso el administrativista más importante con que cuenta nuestro país, en su ya célebre Informe sobre España.

Parece evidente, pues, que el vicio de la lectura no forma parte de los pecados inconfesables de la flamante secretaria de Programas de los de Rajoy. Pero como no hay dos sin tres, el Partido Popular vuelve ahora sobre el asunto. Esta vez para hacer ejecutivos los mandatos de ese órgano del Estado que, pese a su impactante nombre, no forma parte del Poder Judicial. Un parche Sor Virginia, otro, a fin de tratar de contener una erupción de ineficiencia operativa que comienza a reclamar un diagnóstico crónico. Y es que, cuando resulta clamorosamente evidente que ni los tribunales ordinarios ni el Ejecutivo resultan capaces de garantizar que los derechos amparados por la Carta Magna gocen de una protección eficaz en el plano de la realidad, cuestionar el modelo de justicia constitucional vigente en España se antoja un imperativo de sentido común.

Cuando, como aquí ocurre, una ley contraria a la letra y el espíritu de la Constitución puede mantenerse vigente durante años, el problema no es la ley sino su custodio. Cuando un presidente del Gobierno, pongamos un Aznar López, permite que se persiga la lengua española en un región al renunciar a interponer un recurso de inconstitucionalidad contra cierta norma autonómica, el problema no es Aznar López sino la limitación legal que restringe a unos pocos la legitimación para promover tales recursos. Cuando un juez renuncia de entrada a presentar una cuestión de inconstitucionalidad ante el TC porque sabe que eso alargaría el caso durante años y años, los que tardaría el TC en emitir una sentencia al respecto, el problema no es el juez sino el propio Tribunal Constitucional.

Pero las soluciones existen. Sin ir más lejos, la constante invasión competencial de los parlamentos regionales en materias de titularidad estatal, una plaga más virulenta y nociva que la del mosquito tigre, podría contenerse en el acto si los jueces ordinarios dispusieran de la potestad de inaplicar las normas que consideren contrarias a la Constitución. De entrada, no se aplica y punto. Ya resolverá en su día la instancia superior. Tal vez a la señora Levy se le antoje chaladura asombrosa, pero justamente eso es lo que hace a diario cualquier tribunal norteamericano que crea amenazada la Constitución por una ley cualquiera de los estados. Y si allí se puede hacer, aquí también. Opine menos y lea más, Levy. Lea, mujer, lea. Y no lo demore, que ahora está en la edad.            

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