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José García Domínguez

Olimpiadas, pan y circo

Quizás Ana Botella necesite unas Olimpiadas, pero Madrid no. Y España tampoco.

Quizás Ana Botella necesite unas Olimpiadas, pero Madrid no. Y España tampoco.

Si las Olimpiadas son tan buenas, crean tantos empleos y resultan tan rentables, ¿por qué el Gobierno de Italia obligó al Ayuntamiento de Roma a renunciar a su candidatura para las de 2020? He ahí una buena pregunta que acaso el presidente Rajoy deberá contestar dentro de unas horas, si finalmente se consuma el despropósito. Dicen las encuestas que el ochenta por ciento de los madrileños se muestran proclives al asunto, incluso con algún entusiasmo. Un porcentaje que no debiera impresionar a nadie si se repara en que igual el cien por cien de los ciudadanos del Imperio eran fervientes devotos del panem et circenses. Porque de los italianos se puede decir cualquier cosa, todo salvo que sean tontos. Si hubiera un solo euro a ganar con las Olimpiadas, a estas horas estarían pelando por ellas con un cuchillo entre los dientes. Pero saben que no lo hay.

Londres fue un fiasco económico. Atenas fue un fiasco económico. Y Madrid sería un fiasco económico. Al igual, por cierto, que en su día sucedió con Barcelona, pese a las toneladas de maquillaje contable que ocultaron el agujero a las miradas indiscretas. Barcelona, que había sobrevivido al desarrollismo de los sesenta convertida en un Sabadell con puerto de mar, y que necesitaba alguna coartada para dotarse de las infraestructuras propias de una gran ciudad. Infraestructuras que Madrid no requiere por la muy gozosa razón de que ya las posee. Y de sobra. Diríase al respecto que hemos olvidado que somos uno de los países más hipotecados del mundo.

Entre todos, Estado y particulares, debemos a estas horas el equivalente al precio de mercado de cuanto produce España durante cuatro años y seis meses seguidos. 4.441.045.000.000. Cuatro billones cuatrocientos cuarenta y un mil millones de euros. Y el colateral que garantiza –en teoría– ese Himalaya de deuda, el cemento amontonado en eriales y las grúas abandonadas en descampados a medio urbanizar, anda por un valor próximo a nada. Nada de nada. Y si algo ha dejado claro la historia de esta maldita crisis es que, más pronto o más tarde, todo problema de deuda privada acaba convirtiéndose en un problema de deuda pública. Quizás Ana Botella necesite unas Olimpiadas, pero Madrid no. Y España tampoco.

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