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José García Domínguez

¿Para qué sirve el Senado?

Hay quien aún quiere creer que un Senado 'auténtico' ayudaría a resolver el problema secular de la invertebración nacional de España.

Hay quien aún quiere creer que un Senado 'auténtico' ayudaría a resolver el problema secular de la invertebración nacional de España.

Entre ese ramillete de lugares comunes que repetidos un millón de veces, hasta la náusea, dan forma al debate de ideas en la política española, la institución del Senado dispone de sus propios e intransferibles tópicos. Así, es costumbre que, ora el Gobierno, ora la oposición, reciten con alguna periodicidad que urge convertir el Senado en "una verdadera cámara de representación territorial". La cantinela de la cámara territorial y verdadera ya es un clásico, como esa otra perogrullada hoy tan en boga, a saber, que no se puede gastar más de lo que se ingresa. Y esta vez parece que le ha tocado el turno de declamarla a Rubalcaba.

La Cámara Alta lleva algo más de treinta años funcionando como un verdadero cementerio de elefantes. Y hasta la fecha no parece que haya habido queja de los paquidermos, sus exclusivos beneficiarios. De ahí que lo más probable es que continúe igual otros treinta. Eso sí, con las preceptivas lágrimas de cocodrilo de PSOE y PP. Ya saben, la manida letanía a cuenta del ansiado hemiciclo verdadero de nacionalidades y regionalidades. En cualquier caso, la pregunta pertinente no sería la de para qué sirve el Senado, sino justo la contraria, esto es, para qué no sirve. Pues, con adánica candidez, hay quien aún quiere creer que un Senado auténtico ayudaría a resolver el problema secular de la invertebración nacional de España.

Sin ir más lejos, tras la propuesta última del PSOE parece yacer tal quimera. Terminar por esa vía de convertir España en un Estado federal –algo que de hecho ya es– pudiera ser útil, funcional e incluso necesario. Pero perded toda esperanza: supondría empeño estéril si la intención última fuese integrar al catalanismo en el proyecto español de convivencia. Porque nada resulta más ajeno al particularismo tribal que el espíritu igualitario del federalismo. Bien al contrario, su afán nivelador representa la antítesis del sentimentalismo romántico que inspira la fe nacionalista. Recuérdese que el fundamento jurídico de todo Estado federal no es un pacto entre los distintos territorios que lo integran sino una constitución que emane de la soberanía de la que son titulares todos los ciudadanos. Todos, sin distinción. Por eso, cuando Rubalcaba despierte, el secesionismo catalán seguirá ahí.

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