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José García Domínguez

Paradojas terminales

Tiempos grotescos, los nuestros. Los obreros españoles celebrando con júbilo y alborozo que la lengua propia del pueblo catalán haya sido proscrita en todos los ámbitos normativos de la existencia.

Extraña época ésta que nos ha tocado vivir. Tiempo absurdo, delirante, de paradojas terminales. He ahí el esperpento gramático-identitario del que sin sonrojo aparente de nadie aún se llama a sí mismo Partido Socialista Obrero. Ése que acaba de reunir en cónclave a los presuntos proletarios de Andalucía y Extremadura con tal de que festejaran por todo lo alto que a sus iguales de Hospitalet y el Bajo Llobregat les hayan prohibido estudiar en el idioma materno de Pepe Montilla.

De ellos, de los que emigraron a Cornellà y de los que se quedaron en Iznájar, dejó escrito Jordi Pujol en su día: “El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido (…) es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual (…) A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España”.

Como es fama, habría de ser el mismo autor de ese párrafo nunca enmendado ni repudiado, el viejo señorito del cortijo catalán que los acogió con desprecio, quien inventase la “inmersión lingüística” para aculturizar a sus hijos. Y ellos, quizá para demostrarle al patrón que no se equivocó entonces al juzgarlos de modo tan severo, felices y agradecidos, le dan las gracias, hoy. Ahora, con medio siglo de retraso, como si también fuera cierta la intuición pujoliana de que el servilismo atávico lo llevan inscrito en el ADN.

Tiempos grotescos, los nuestros. Los obreros españoles celebrando con júbilo y alborozo que la lengua propia del pueblo catalán haya sido proscrita en todos los ámbitos normativos de la existencia. No el idioma del Poder, el del Dinero, el de la elite de los medios de comunicación, el del éxito social y, huelga decirlo, el del señor obispo de la Diócesis. Sino el único, genuino y distintivo de los catalanes pobres; o sea, el castellano.

Estúpidos aliados de sus sepultureros, los han embelesado con una falacia de cuento de hadas, la fantasía de que cuando existe una barrera social (la “normalización” del catalán no es otra cosa), la solución es pasar todos al otro lado de la valla. Como si esa valla no se hubiera puesto ahí, precisamente, para que ellos no ensuciaran jamás la moqueta de los salones del Poder con sus suelas raídas.

Peripatética época, la nuestra, con el Tío Tom berreando con todas sus fuerzas contra el Manifiesto abolicionista.       

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