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José García Domínguez

Perded toda esperanza

a estas horas, ya a nadie cabe ignorar que Maragall y su escudero son irrecuperables para la causa del sentido común; ni que en lo que nos quede de lidia, ese ticket se mantendrá impermeable a los mensajes de la realidad

Jordi Pujol, que cuando quiere sabe ser enigmático, dio hace poco una pista de lo que hay. “Yo sé lo que le ocurre porque cuando tenía diez años, era su monitor y lo llevaba de excursión los domingos”. Eso declaró para quien quisiera leer entre líneas su personal diagnóstico sobre el sucesor. Ningún sentimiento fronterizo con la sorpresa habrá asaltado, pues, al antiguo tutor ante ese aquelarre iconoclasta que presidió el pupilo en la puerta del Santo Sepulcro. Aunque no sólo Pujol debe estar experimentando hoy la turbadora sensación del déjà vu que tanto intriga a los estudiosos de la parapsicología. Y es que el gag de la corona de espinas apenas supone una innovación marginal en el remake de Los bingueros, la obra cumbre de la filmografía de Mariano Ozores que recrean cotidianamente Maragall –en el papel de Andrés Pajares– y Carod, haciendo las veces de Fernando Esteso.
 
Predijo el viejo Marx que la Historia únicamente se rebajaría a incurrir en repetición al sonido de los timbales de la farsa. Tal vez eso explique que haya de ser un carácter tan obtusamente ditirámbico como el del president, el llamado a emular a aquel iluminado Companys al que empieza a parecerse como dos gotas de agua. Porque, a estas horas, ya a nadie cabe ignorar que Maragall y su escudero son irrecuperables para la causa del sentido común; ni que en lo que nos quede de lidia, ese ticket se mantendrá impermeable a los mensajes de la realidad. Admitámoslo: ha llegado el tiempo procesal de escucharlos en serio cuando nos vuelvan a leer la tarjeta de presentación del Cancerbero de Dante a las puertas del Infierno: “Perded toda esperanza”.
 
Ocurre que la ilusión óptica de algo remotamente parecido a un nacionalismo laico en Cataluña era un oxímoron, y el tripartito constituye la prueba del nueve. Así, tras ese exorcismo bufo de las fotos y la querella litúrgica sobre las banderas, se esconden los mandatos de un evangelio gnóstico, las tablas de la ley de otra teología: la de la liberación nacional. Porque sólo se empecina en blasfemar a los cuatro vientos quien vive el fuego de la fe. Y el ex seminarista Carod, igual que el Maragall ex excursionista de la Mare de Deu de Montserrat, cree con la fe del carbonero. La suya es una mística de andar por casa, con mitras de prêt à porter diseñadas por Tony Miró, reliquias de todo a cien bendecidas por Rubert de Ventós, y bulas pascuales firmadas por Javier de la Rosa. Mas sólo viven en y para ella.
 
Cuando el texto del nuevo Estatuto llegue al Parlamento, aún habrá mucho espacio para seguir retrocediendo, antes de despeñarnos definitivamente en el precipicio de la secesión. Y lo recorreremos. Inútilmente. Otra vez. Y otra vez, de nada servirá. Porque nadie ha de llamarse a engaño: su reino no es de este mundo. Perdamos, pues, toda esperanza.

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