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José García Domínguez

Podemos no es populista

Podemos no es populista. De hecho, es justo lo contrario. Y ese, a la larga, va a ser su gran talón de Aquiles.

Podemos no es populista. De hecho, es justo lo contrario. Y ese, a la larga, va a ser su gran talón de Aquiles.
EFE

Podemos no es populista. De hecho, es justo lo contrario. Y ese, a la larga, va a ser su gran talón de Aquiles, el lastre ideológico que le impedirá aniquilar al PSOE, su supremo objetivo estratégico. En Europa, y de un tiempo a esta parte, la palabra populista ha sido desposeída de su significado original para acabar convertida en un insulto. Así, la voz populista resulta hoy poco menos que un sinónimo de despreciable excrecencia, de basura política, de hez civil. Sin embargo, el populismo constituyó una corriente doctrinal tan influyente como respetable en muchos países de Occidente, con muy especial incidencia en Estados Unidos y en la Rusia presoviética. El mismo Lenin militó en el populismo antes de pasarse a los bolcheviques.

Esa confusión a propósito de la naturaleza de los movimientos populistas tiene un doble origen. Por un lado, se tiende a asociar el populismo con una tradición política específicamente latinoamericana, la del caudillismo nacionalista. Ernesto Laclau, el teórico de referencia de Podemos, abunda a lo largo de toda su obra en la misma imprecisión terminológica. Por otro lado, es muy común tomar por populismo al simple abuso de la demagogia en la reyerta política cotidiana. Algo que tampoco tiene nada que ver. El recurso a la demagogia en la vida pública es tan antiguo como la propia democracia. De hecho, democracia y demagogia nacieron juntas en las ciudades-estado griegas, y juntas siguen mil y pico años después. Como tantos otros de su cuerda, Pablo Iglesias, sí, es un demagogo de libro. Pero eso no lo convierte, ni mucho menos, en un populista.

Por lo demás, acusar a Podemos de populistas y comunistas a un tiempo, como aquí se hace, no deja de constituir otra inconsecuencia. Más que nada porque los comunistas siempre estuvieron en las antípodas del populismo. No se olvide que el marxismo fue una ideología elitista, una variante moderna del despotismo ilustrado que, como su ancestros filosóficos, los pensadores de las Luces, desconfió en todo momento del pueblo, al que tenía por ignorante, infantil y alienado. En tanto que herederos de la Ilustración, los comunistas, al igual que los liberales de ahora mismo, propugnaban una doctrina universalista. Su proyecto no sabía de fronteras nacionales ni de zonas de exclusión. Todo lo contrario del populismo, que, por definición, remite a la defensa de los particularismos locales, de los arraigos específicos, de las singularidades idiosincrásicas, de la tradición ligada a la tierra tan propia del pueblo frente al cosmopolitismo nómada típico de las élites contemporáneas.

En ese sentido, el genuino por más señas, Donald Trump es populista, Le Pen es populista, Berlusconi es populista, Haider fue populista, el UKIP es populista, pero Podemos no es populista. Y de ahí, decíamos al principio, su punto débil. Porque, más pronto que tarde, Podemos va a tener que afrontar una contradicción insoslayable para su proyecto político. La contradicción que se deriva de querer ser, por una parte, el gran partido del precariado, la fuerza que represente a los excluidos del colchón de seguridad del Estado del Bienestar, ese que configuran los contratos laborales indefinidos, los salarios decentes auspiciados por el poder de negociación sindical y la estabilidad vital garantizada, y, por otro lado, vindicarse como un grupo progresista al uso que rechaza por retrógrada y reaccionaria cualquier limitación nacional a los movimientos migratorios.

Dos querencias que, simplemente, resultan ser incompatibles entre sí. Algo que los populistas de todo pelaje comprendieron a la primera. Y de ahí su unánime repudio a la apertura de fronteras y a recepción sin límites de nuevos inmigrantes dentro de sus respectivos Estados. Extrañas paradojas de la Historia, las olvidadas leyes económicas del siglo XIX vuelven ser las propias del XXI. De hecho, los jóvenes votantes de Podemos son víctimas de aquella famosa ley de hierro de los salarios que todos suponíamos difunta y enterrada desde hacía al menos cien años. Expresado de forma sintética: los sueldos de su base electoral tenderán de modo crónico a mantenerse estancados en el nivel de subsistencia a causa de que, a su vez, la oferta de mano de obra tiende a hacerse infinita merced a los flujos migratorios. Ese foco de tensión no lo sufrirá nunca el Frente Nacional en Francia pero sí le va a pasar factura a Iglesias en algún momento. Ese, y no los cuartos de Venezuela o Irán, es su flanco débil. Al final, caerán por no ser populistas.        

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