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José García Domínguez

Rajoy o el populismo de derechas

Mucho se habla en España del populismo de izquierdas, de hecho solo se habla de eso. Y sin embargo, quien aquí tiene mando en plaza es el populismo de derechas.

Mucho se habla en España del populismo de izquierdas, de hecho solo se habla de eso. Y sin embargo, quien aquí tiene mando en plaza es el populismo de derechas.
Mariano Rajoy | EFE

Mucho se habla en España del populismo de izquierdas, de hecho solo se habla de eso. Y sin embargo, quien aquí tiene mando en plaza es el populismo de derechas. Así, cuando ya casi nos habíamos olvidado de aquellos numeritos lacrimógenos, en la mejor tradición peronista, de González Pons a cuenta de las pensiones en tiempos del decreto de ajuste de Zapatero, con Soraya Sáenz de Santamaría en plan Evita y berreando que el PP es el partido de los trabajadores, aparece Rajoy prometiendo que va a bajar los impuestos sin, por supuesto, reducir ni en un céntimo el gasto estatal. La demagogia política, es sabido, consiste en el viejo arte de predicar recetas que se saben falsas a un público que se sabe ignorante. Y en eso el presidente Rajoy, pese a esa apariencia externa suya de probo funcionario, se ha revelado un consumado experto. A diferencia del hombre de Estado, el demagogo, o el populista que tanto monta, persigue por encima de cualquier otra consideración la popularidad. Por eso el charlatán populista siempre se distingue del político serio en su afán por decir solo aquello que su público quiere oír.

He ahí, sin ir más lejos, nuestro risueño presidente, el mismo que acaba de constatar cómo su última frivolidad tributaria, el recorte fiscal en vísperas de las anteriores elecciones, se ha traducido en un muy previsible incremento del déficit público. Y es que no hace falta ser un genio de la teoría económica para intuir que si el BCE se ve obligado a adoptar medidas tan extraordinarias y desconcertantes como esa de implantar los tipos de interés negativos, decisiones en extremo radicales que jamás se habían llevado a la práctica, un pequeño país ineficiente inserto en su ámbito de decisión, España por más señas, no puede permitirse el lujo de dar por ya superada la recesión y entregarse a la alegría fiscal. Porque únicamente hace falta disponer de un par de dedos de frente para entender que mal, muy mal tienen que ir las cosas para que tipos tan ortodoxos, pusilánimes, convencionales y conservadores como los que se sientan en el consejo de administración del BCE estén haciendo lo que están haciendo. Hasta un niño se daría cuenta. No así, por cierto, el presidente Rajoy.

La cuestión, por lo demás, es simple: no se puede bajar los impuestos sin mutilar el gasto o aumentar el déficit. Salvo que haya, claro, un crecimiento constante y sostenido en el tiempo, ese que nadie en la Zona Euro, salvo Luis de Guindos, ve por ninguna parte. Repárese al respecto en que sanidad, educación, pensiones, prestaciones por desempleo, nóminas de los funcionarios e intereses de la deuda absorben tres de cada cuatro euros del presupuesto. Sí, tres de cada cuatro, el 75% del total de la recaudación anual de Hacienda. Por tanto, no hay chocolate del loro que valga. La disyuntiva para los gobernantes serios, esos llamados a desalojar a Rajoy de la Moncloa dentro de un mes y pico, se antoja tan simple como desoladora: o subir algún impuesto o bajar, entre otras partidas, las pensiones. ¿Por qué criticará tanto a Iglesias si, al cabo, es su mejor alumno?

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