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José García Domínguez

Rusia

La Historia no tenía ninguna intención de retirarse a un asilo. Rusia, su viaje a ninguna parte tras el suicidio asistido de la URSS, es la mejor prueba.

La Historia no tenía ninguna intención de retirarse a un asilo. Rusia, su viaje a ninguna parte tras el suicidio asistido de la URSS, es la mejor prueba.

Lo peor del comunismo, rezaba ácido el chiste que se contaban entre sí los moscovitas tras el derrumbe súbito del sistema, es lo que llega después. Y lo grave del asunto es que no andaban muy equivocados. Por lo demás, tampoco parece que el tiempo, su paso indiferente, les esté quitando la razón. Y es que la ingenua quimera que prendió en Occidente cuando todo aquello, el espejismo voluntarista de pretender que con la caída de los malos en el Kremlin se acabaría la Historia –Fukuyama dixit–, dando paso a una luminosa Icaria feliz presidida por el reino universal del libre mercado y la democracia representativa, aquel bucólico cuento de hadas neoliberales no fue nada más que eso, una ingenua quimera.

La realidad, en cambio, tenía sus propios planes, una hoja de cálculo en la que el hada madrina del radiante porvenir no respondía por Kant, Hayek o Von Mises, sino por Vladimir Putin. Ahora, por fin, parece que comenzamos a entenderlo de una vez: la globalización no implica ningún proceso irreversible ni hacia el capitalismo democrático mundial, ni hacia el fin de los nacionalismos agresivos de factura decimonónica ni mucho menos hacia el imperio de la razón. Moramos en la misma charca que siempre. La Historia, esa vieja ramera, no tenía ninguna intención de retirarse a un asilo. Ninguna. Rusia, su viaje a ninguna parte tras el suicidio asistido de la URSS, es la mejor prueba.

Advertía Polibio el griego que la monarquía degenera en tiranía; la aristocracia, en oligarquía de los potentados; y la república, en zafio griterío de demagogos y charlatanes en pugna por embaucar al pueblo. Él postulaba un híbrido con lo mejor de los tres sistemas. Nunca se le pasó por la cabeza que también cabría refundirlos juntando lo más abyecto y despreciable de cada uno de ellos. He ahí la nomenklatura post soviética, que a estas horas se debate al borde de la quiebra técnica, un cóctel a partes iguales de oligarquía, tiranía y demagogia lubricada por el saqueo institucionalizado, esa cuyo maestro de ceremonias responde Vladimir Putin. Una tiranía tan apenas encubierta como celebrada y... popular.

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