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José García Domínguez

Suresnes

El grupo de González y Guerra estaba llamado a aglutinar a la izquierda sociológica, esto es, a media España.

Pedro Sánchez Castejón estaba en pañales. Literalmente en pañales: acababa de cumplir sus primeros doce meses de vida. Fue tal día como hoy de hace cuarenta años. En un pequeño pueblo de la Francia profunda, Suresnes, y gracias a un audaz golpe de mano, un grupo de treintañeros sevillanos y vascos se hacía con el control de unas siglas históricas, las del Partido Socialista Obrero Español, hasta entonces conservadas en formol por los octogenarios guardianas de las esencias en el exilio, que lideraba Rodolfo Llopis. Seguramente nadie fue consciente en su momento, pero el desenlace final de aquella reunión iba a cambiar la historia de España. En Portugal, la última revolución romántica de Occidente acababa de deponer al otro dictador ibérico. Y tras los Pirineos, en Francia, poco años después Mitterrand y su Unión de las Izquierdas llegaban al poder con un programa que propugnaba la ruptura expresa con el orden capitalista. Otros tiempos. Otra Europa.

Todavía faltaba una década para que la caída del Muro de Berlín extendiese de modo oficial el acta de defunción de la Utopía. Y mientras todo eso ocurría, Franco, ya gagá, se quedaba dormido en las recepciones diplomáticas, para gran alarma de Kissinger, que pudo constatarlo en primera persona. Urgía, pues, buscar una alternativa en el campo de la izquierda al Partido Comunista, la única fuerza de oposición al régimen con presencia real en el interior del país. Urgía a los norteamericanos, aún poseídos por la lógica bipolar de la Guerra Fría. Y urgía al sector inteligente de la elite franquista, el consciente de que la muerte del dictador haría inviable la continuidad del sistema. Les urgía, paradojas de la política, por su común ignorancia a propósito de la izquierda local. Porque tanto los norteamericanos como los franquistas compartían la imagen mítica de un PCE, el disciplinado y temible partido stalinista de la Guerra Civil, que ya solo existía en su imaginación.

Bien al contrario, el PCE del tardofranquismo que tanto temían era en la práctica un inofensivo partido socialdemócrata al uso. Aquel PCE tan pequeñoburgués, tan trufado de universitarios y clases medias urbanas, no tenía nada que ver ni con la secta del pasado ni, ¡ay!, con la del futuro, la llamada a sobrevivir emboscada entre las siglas de Izquierda Unida. Pero los yanquis no se habían enterado. Y los franquistas tampoco. Fue la gran suerte para un PSOE, aún irrelevante y marginal, que empezaba a decirse renovado. A partir de ese feliz malentendido, la escritura del resto del guión era previsible. El grupo de González y Guerra estaba llamado a aglutinar a la izquierda sociológica, esto es, a media España. Empeño que, mejor o peor, ha llevado a la práctica durante las últimas cuatro décadas. Y que dure. Porque, como el PP, el PSOE es un bien de Estado. Dios nos libre del día en que el partido de Pablo Iglesias sucumba a manos de Pablo Iglesias. Amén.

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