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José García Domínguez

Un marciano catalán

Tan pronto como en 1944, se podía, a petición de los interesados, obtener versiones en catalán, valenciano, gallego o euskera en notarías y registros de cualquier documento de fe pública, según decreto del ministro Eduardo Aunós.

El único independentista que en toda la historia del catalanismo demostrara no ser ontológicamente español fue el diputado de la Esquerra durante la transición, Francesc Vicensc. Lo que realmente fuese ese hombre siempre será un misterio insondable para mí; pero, desde luego, compatriota nuestro seguro que no era. Porque de castellano no tenía nada, pero de catalán menos. Bien es cierto algo había en el porte distinguido de aquel sutil crítico de arte que llamaba a tomarlo por británico, aunque la hipótesis más verosímil sea que se tratara de un marciano. Pues la prueba del nueve de la genuina españolidad son los libros de memorias de la tropa. De ahí que jamás se hubiese dado el caso de un íbero auténtico confesando en las suyas ni la mitad de la verdad, una vez llegado a ese instante postrero de la vida en el que ya sólo cabe estafar a los que aún no han nacido. Nunca, hasta que al alienígena Vicencs le dio por narrar su peripecia en este valle de lágrimas.

Viene a cuento hoy el insólito enigma Vicensc porque, mientras el paisa Puigcercós anda clamando contra la represión de la cultura y la ciencia bereber en Melilla, descubro por don Francesc los pormenores del "genocidio cultural" en la Barcelona de 1946. "Yo era uno de los pocos estudiantes –recuerda– que hablaba catalán. No es que la gente estuviera reprimida; es que se hablaba en español, que era la lengua de las personas cultas. Los catalanoparlantes o bien eran gente vieja o payeses, pero los universitarios hablaban en castellano. Todo eso de la resistencia cultural es pura invención". De paso, soy informado en el mismo volumen de que, desde un año antes, es decir a partir de 1945, ya era obligatorio para los alumnos cursar la materia de catalán en toda Facultad con estudios de Filología Románica. Y además, gracias a un nada sospechoso entrevistador de Vicensc –el plumilla y terrorista Oriol Malló– tomo nota con agrado de que, tan pronto como en 1944, se podía, a petición de los interesados, obtener versiones en catalán, valenciano, gallego o euskera en notarías y registros de cualquier documento de fe pública, según decreto del ministro Eduardo Aunós.

Seguro que Puigcercós, que por las patillas debe ser de ciencias, nunca se ha parado a pensar en esto. Pero ocurre que casi todos los que ya berreábamos por aquí, por la península, en cualquier jerigonza delsermo vulgarisdistinta del castellano durante el siglo XIV, continuamos haciéndolo igual, ahora. Casi todos, pues falta un grupo: los que lo hacían en árabe. Y si no están es porque cuando un Estado tiene la voluntad de acabar con una lengua, simplemente, lo consigue. Así de simple, aunque ya sé que Puigcercós no lo admitirá jamás. Es demasiado español para eso.

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