Menú
José Ignacio del Castillo

Los casos de Kondratieff y Lyssenko

El cincuenta aniversario de la muerte de Josif V. Stalin, que se cumple este mes de marzo, es una buena oportunidad para llamar la atención sobre uno de los aspectos más silenciados de la historiografía soviética. Me estoy refiriendo al delirante esfuerzo comunista por “reconstruir” la ciencia a partir de los principios del materialismo dialéctico. Mejor dicho, por eliminar la “ciencia burguesa” y sustituirla por una “ciencia proletaria”.

Todo empezó, como observa Ludwig Von Mises, cuando en el último cuarto del siglo XIX los economistas marginalistas, en especial Carl Menger y Eugen von Böhm-Bawerk, destruyeron las teorías marxistas del valor-trabajo, la explotación capitalista y la plusvalía. Al carecer de respuesta científica, pero con un vago sentimiento de que seguían teniendo razón, los marxistas optaron por impugnar directamente la capacidad racional del hombre y construir el mito de la “sociología del conocimiento”. Aseguraron que la clase social a la que pertenece cada persona determina su forma de pensar. No hay una lógica universalmente válida, sino ideologías, es decir, ideas para “enmascarar y disimular los ruines intereses de la clase social del pensador”. A partir de entonces, ningún ataque a sus tesis podría provenir desde el campo enemigo: los economistas de la Escuela Austriaca eran sólo burgueses que querían mantener la explotación capitalista de los trabajadores haciendo creer que su lógica era la verdad científica. Hilferding y Bujarin serían, a principios de siglo, los adalides que darían forma en el campo de la Economía a tan notable sinsentido.

Hasta la toma del poder en Rusia por los bolcheviques en 1917, estos postulados sólo habían producido feroces campañas de desprestigio contra los pensadores que se oponían a los sofismas marxistas. A partir de entonces comenzaría la persecución y eliminación física de “científicos burgueses”. Siguiendo en el campo de la Ciencia Económica, notable fue el caso de N. D. Kondratieff (1892-1930).

El economista ruso, tras analizar series estadísticas de hasta 21 variables que incluían desde índices de precios hasta tipos de interés, pasando por niveles de salarios, niveles de producción, consumo, exportación e importación, etc., llegó a la conclusión de que la economía capitalista se movía en ciclos económicos de larga duración que tenían una longitud aproximada de 54 años, alternando periodos de prosperidad y depresión, con un notable crecimiento de la producción y la renta en el conjunto. Por semejantes conclusiones, Kondratieff fue deportado al Gulag siberiano donde murió en 1930 a la edad de 38 años. Mal casaban sus hallazgos con la teoría marxista que enseñaba que sólo existía una fase en la economía capitalista. Una única etapa de decadencia con tendencia imparable a la concentración monopolística, en la que iría descendiendo el margen de beneficio y las masas asalariadas se irían empobreciendo. Una única fase que necesariamente había de concluir en la revolución socialista y la dictadura del proletariado.

Pero la jerarquía soviética, ya en la etapa estalinista, no se circunscribió sólo a la persecución de la ciencia burguesa en el campo de las humanidades o las ciencias sociales. Todo tenía que ser nuevo y proletario. Si toda la ciencia burguesa no era más que superestructura para la dominación, se convertía en imperativo construir toda una nueva ciencia proletaria. También las ciencias físicas y naturales. La Biología no iba a escapar, y el nombre de un charlatán llamado Trofim D. Lyssenko acabaría haciéndose celebre.

Lyssenko, un joven agrónomo ucraniano, empezó alcanzando notoriedad tras anunciar la presunta invención de una nueva técnica agrícola a la que llamaba “vernalización”. Supuestamente, la nueva técnica de empapar y congelar semillas germinadas permitía obtener una segunda cosecha en invierno. La realidad era que tal técnica ni era nueva (aunque hasta entonces nadie la había denominado así), ni conseguía más allá que unos muy modestos resultados.

Envalentonado con las campañas propagandísticas del régimen, que aseguraban que la vernalización, igual que el estajanovismo, estaba revolucionando la productividad en el “paraíso de los trabajadores”, Lyssenko empezó a presentar una explicación científica marxista para su técnica: las plantas –al igual que Marx había descubierto con respecto a las sociedades– se desarrollaban en estadios. Si el hombre conseguía conocer las reglas que gobernaban tales estadios, podía llegar a dominar y producir esos estadios a voluntad mediante la modificación de las condiciones que gobernaban éstos. No era la constitución genética, sino el entorno, lo que determinaba el periodo de crecimiento de las plantas.

Lyssenko pasó a ser el representante de la nueva biología proletaria, cuando anunció su nueva teoría de la herencia en la negaba que existiesen los genes. Los caracteres hereditarios no estaban inscritos en el ADN. Era falso que existiese ninguna sustancia autorreproductora intracelular estable. Por el contrario, las células se convertían en organismos, sin que ninguna parte de las mismas quedase excluida del desarrollo evolutivo condicionado por las circunstancias externas. En resumen, no había diferencia entre el genotipo y el fenotipo. De un pepino podía sacarse un tomate con sólo hallar las circunstancias externas que produjesen la correspondiente fase del materialismo dialéctico.

Comenzó entonces la persecución de los biólogos genetistas “burgueses”. Fueron detenidos, fusilados, deportados. La genética pasó a ser sinónimo de apoyo a la reacción, al fascismo y al racismo. Uno de los principales responsables del Ministerio de Agricultura de la época llamado Yakovlev definió la genética como “la criada del ministerio de Goebbels”. El VII Congreso Internacional de Genética que debía celebrarse en Moscú en 1937 fue suspendido. Cuando el mismo llegó a celebrarse dos años después en Edimburgo, no apareció en el certamen ni un solo científico ruso.

Se suspendieron publicaciones, se retiraron libros, se modificaron textos. La locura no había terminado aún. En 1948 el estado soviético dio respaldo oficial al lyssenkismo. El lyssenkismo fue desvaneciéndose luego poco a poco como lo que era: una de las más grandes supercherías científicas del siglo XX. Sin embargo, haríamos mal en permitir que desaparezca de nuestra memoria este episodio. Refleja muy bien adónde puede llevarnos un estado socialista que lo controle todo, desde la educación, la cultura y la ciencia a las publicaciones y los medios de comunicación. Otorgarle un poder tan omnímodo a quien no puede hacer valer sus razones más que mediante un aparato coactivo irresistible es peligrosísimo. Otorgárselo a quienes todavía creen que Marx, en vez de un terrorista que montó un complejo sistema de falacias, fue el más grande pensador de la historia, es puro suicidio.

En Sociedad

    0
    comentarios